martes, 7 de febrero de 2017

¿El mundo que merecemos?


El final de la primera temporada de True Detective produce desconcierto. De principio a fin hemos visto un hardboiled que, a pesar de las discretas subversiones del marco genérico, se inscribe con claridad dentro de él. Y, sin embargo, se tiene la sensación de que el megafilme de Nic Pizzolatto ha aportado algo a la ficción televisiva. (Después de todo, es sabido que los estadounidenses entienden los géneros como espacio de libertad.) Porque, más allá del extraordinario plano secuencia de seis minutos con el que culmina el cuarto episodio, o del sublime contrapunto narrativo del quinto, cuando la disonancia entre el relato verbal y los hechos observados da lugar al momento más alto de la serie, True Detective ofrece diversos instantes de grandeza a lo largo de sus ocho horas de duración. Y éstos provienen fundamentalmente de la relación entre Rust Cohle (Matthew McConaughey) y Marty Hart (Woody Harrelson), de sus diálogos, de las maneras antagónicas en que conciben la existencia. Como confirma el desenlace, True Detective es la historia de una amistad. 

En una época de series centradas en las tribulaciones de un protagonista masculino, la de Pizzolatto construye una perspectiva dual de los hechos narrados, de la que surge la tensión que vertebra el relato: a las oscuras visiones de Cohle (su obsesión por el caso de Dora Lange puede entenderse como un largo y penoso trabajo de duelo por la hija perdida) se contrapone el aparente sentido común de Hart (quien es incapaz, a pesar de sus pretensiones, de mantener unida a su familia). Como todo detective desde Sam Spade y Philip Marlowe (pero claro, todo comenzó con Edipo), los protagonistas de la primera temporada de la serie (2014) buscan, antes que a un asesino serial, el sentido de la realidad. El espectador habita, durante ocho horas, no en el estado de Luisiana (hay algo ciertamente faulkneriano en los ambientes) sino en Carcosa, la ciudad imaginaria de Ambrose Bierce que, retomada por Robert W. Chambers, es transformada por Pizzolatto en un territorio más mental que físico, poblado por un mal que tiene muy poco de sobrenatural. 

Carcosa es ya inimaginable sin los gestos formales de Cary Joji Fukunaga –que ha dado a la primera entrega de True Detective una fuerte impronta autoral–, sin las tonalidades de la fotografía de Adam Arkapaw, sin la banda sonora de T-Bone Burnett, sin esa exploración de un territorio que hace pensar en un pasaje de El almuerzo desnudo, de Burroughs: “América no es una tierra joven: ya era vieja y sucia y perversa antes de la colonización, antes de los indios. El mal está en ella, esperando”. En esos espacios a medio camino entre la ciudad, el campo y la industria, poblados por rituales de la más diversa índole, donde la contaminación es a la vez ambiental y psíquica, donde las mujeres sólo tienen como alternativas ser amas de casa, putas o cadáveres, lo que se impone es la posibilidad de la amistad y, con ella, a pesar de las costuras imperfectas de la recta final del relato, el optimismo. No es, de ninguna manera, un logro menor. 

II 

La clave estuvo siempre en los créditos iniciales: las siluetas de los actores son habitadas por carreteras, paisajes industriales, plantaciones, vistas aéreas de la ciudad, construcciones, vegetación, luces de neón… El entorno desplegándose en la frente de los individuos, como si moldeara sus pensamientos, como si definiera su estado anímico. El espectador de True Detective sabe que los primeros planos tendrán siempre un contrapunto: la vista panorámica del territorio, la tierra surcada por los proyectos de los hombres. 

La naturaleza del noir es esencialmente ambiental: en una suerte de negación de la relación figura-fondo postulada por la Gestalt, el detective descubre que integra el paisaje físico y moral que parecía servirle de decorado. Timothy Morton, el teórico de la ecología oscura, ha encontrado en el género una manera de pensar los dilemas planteados por el calentamiento global: “El protagonista del noir descubre que está atrapado en una historia que se ha acercado a él o a ella sigilosamente por la espalda, como la Historia o la Naturaleza. La política ecológica tiene una forma noir. Comenzamos pensando que podemos ‘salvar’ algo llamado ‘el mundo’, ‘allá’, pero terminamos dándonos cuenta de que estamos implicados”. En la segunda temporada (2015) de True Detective, Pizzolatto no sólo profundiza en las características ambientales del neonoir, ya presentes en la primera —y superior— entrega, sino que vuelve más evidente su posición crítica: el capital pudre la política y el aire, la sociedad y el suelo, el individuo y el agua. 

Atrás quedaron Rust Cohle, Marty Hart y la amistad forjada en los pantanos de Luisiana: en la segunda True Detective, ambientada en un condado de Los Ángeles en el que la alegría ha sido desterrada, Pizzolatto opta por un relato de ánimo coral, con cuatro personajes que buscan, dentro y fuera de la ley, la trama oculta tras el asesinato de Ben Caspere, administrador municipal de Vinci (trasunto de Vernon, California). Pizzolatto no es David Simon, y ocho episodios le resultan insuficientes para construir un cuarteto de creaturas con el mismo peso narrativo. El oficial Paul Woodrugh (Taylor Kitsch) atraviesa la historia como un fantasma, mientras el detective Ray Velcoro (Colin Farrell), con su ansia de redención, se convierte en la única figura que vemos crecer ante nuestros ojos. Completan el reparto principal el mafioso Frank Semyon (Vince Vaughn), siempre listo para el diálogo filosofante (“Tenemos el mundo que merecemos”, un eco de la letra de “Nevermind”, la canción de Leonard Cohen que acompaña los créditos iniciales: “There is no need / That this survive”), y la sargento Ani Bezzerides (Rachel McAdams), que entona la conclusión del relato (“Merecemos un mundo mejor”). 

Aunque carece de la consistencia tonal de la primera temporada (dirigida íntegramente por Fukunaga), la segunda entrega de True Detective se sostiene, sobre todo, en la convicción de su estilo (con la fotografía de Nigel Bluck como garante): el primer capítulo es modélico en ese sentido, con un final que nos recuerda el arrojo de Pizzolatto a la hora de imaginar soluciones formales y la presencia insoslayable de T-Bone Burnett, que añade otra estatura a la escena con la sorprendente versión que Nick Cave y Warren Ellis realizaron de “All the Gold in California”, la canción de Larry Gatlin. Con deudas repartidas entre Michael Mann y David Lynch, la capacidad de la serie para crear ambientes permanece: los personajes parecen respirar un aire enrarecido, una especie de soplo venenoso que convierte a todos en cómplices de un crimen mayor: la aniquilación del mundo que habitamos.

Otra Parte Semanal, Buenos Aires, 20 de marzo de 2014 (I) y 10 de septiembre de 2015 (II)

miércoles, 1 de febrero de 2017

En la sala de espera

Añejo como la tradición occidental, el centón se nos presenta hoy como una posibilidad de escritura inequívocamente contemporánea. “Obra literaria compuesta con fragmentos de otras obras” (no descartemos las propias), pero también “manta grosera hecha de retazos” (o sencillamente tela de retales, para no entrar en adjetivaciones), a decir del diccionario. Fragmentación, heterogeneidad, apropiación: gestos que provienen de la convicción de que la realidad, lo múltiple, ya no puede ser aprehendido como totalidad. Un lienzo que permite articular lo diverso sin necesidad de ocultar la urdimbre. Alusión, cita, plagio, reescritura: intertextualidad, le llamó Kristeva. Por breve herida (2016), de Margo Glantz, se nos ofrece inicialmente como una novela, pero lo es según la definición de Mario Levrero: “Cualquier cosa que se ponga entre tapa y tapa”. Se trata, en realidad, de un texto que adquiere paródicamente la forma del centón –o del collage verbal– para propiciar una escritura que se piensa a sí misma desde lo narrativo y lo ensayístico, desde lo propio y lo ajeno. La autora lo asienta sin inocencia: “La técnica de la apropiación, la intervención, el autoplagio, la nota periodística, la pulverización (incluyendo la de los géneros)”. 

El título Por breve herida –que proviene de un verso de El médico de su honra, de Calderón de la Barca– remite a la escena fundante del relato: la autora visita a su dentista y, mientras espera su turno, a veces por un largo tiempo, lee (libros y revistas), oye (conversaciones, sonidos), recuerda (lo leído, lo oído, lo vivido); a lo largo de los años sus dientes serán limpiados, reconstruidos, sustituidos; sus encías sufrirán incisiones, suturas, reaperturas; la dentadura toda será reconfigurada cíclicamente para poder seguir siendo el soporte de la sonrisa (o del grito horrorizado). La sala de espera es, entonces, el espacio mental en el que ocurre el libro, que abrigará, con una temporalidad zigzagueante, una serie de obsesiones, además de los dientes: la experiencia del horror, la pintura de Francis Bacon –especialmente sus retratos de Inocencio X–, los viajes incesantes, la compulsión lectora –con la cita como consecuencia inevitable–, las condiciones y posibilidades de la escritura. Por breve herida es una novela sobre la composición de Por breve herida

El recurso del fragmento no es nuevo en Glantz, y en realidad ha sido su manera de entender la narración cuando menos desde Las genealogías (1981). Escrito a lo largo de dieciséis años, buena parte de ellos sin apuntar a su forma definitiva –Simple perversión oral (2014) lo atestigua–, Por breve herida parece haber operado como sala de máquinas de libros como Saña (2006), Coronada de moscas (2012) o Yo también me acuerdo (2014), algunos de cuyos pasajes se integran aquí. Necesariamente, por haber sido concebido en un lapso amplio, es también un libro sobre el tiempo, sobre lo que cambia o se inmoviliza, sobre el modo en que las salas de espera representan una suerte de punto inmóvil que permite a Glantz pensar la escritura como una técnica de articulación de pasado y presente. El fragmento parece responder también a esa perspectiva: es una unidad temporal que, al tejerse con otras, hilvana un relato donde autobiografía y ficción dejan de tener límites precisos. El presente de la escritura irrumpe para coser lo disperso, lo mismo con momentos autorreflexivos que con apuntes sobre lo que ocurre más allá (o más acá) de la página en curso: la música de Bach, las redes sociales, un colibrí suspendido en el aire. Se rompe, así, la expectativa de una exposición continua, con causas y efectos, además de desarrollo lineal, porque de lo que se trata es de asumir una suerte de poética de la fractura. Al comentar una entrevista con Bacon –el artista con el que dialoga, en cuyas conversaciones se entromete, en cuyas pinturas nos mira, fascinada–, Glantz se identifica en la admiración de los Mármoles de Elgin, frisos, metopas y figuras del Partenón convertidos por la historia en piezas semiautónomas: Coincido con él, es maravilloso ver en los museos de Roma, montados en bases de plástico, los pies, las cabezas o las manos de los emperadores romanos que alguna vez hicieron temblar al mundo

¿Cómo organizar, entonces, esta experiencia de lo particular, esta constelación de elementos que aspiran a formar un dibujo? Por breve herida es una obra que, como vio Óscar Benassini en la presentación del libro en la Ciudad de México, obligó a Glantz a convertirse en su propia editora, a la manera de David Markson (influencia reconocida): redactar este libro es a la vez borrarlo, reescribirlo, organizarlo decenas de veces, hasta encontrar la disposición adecuada. Un pasaje, que remite al traslado implícito en todo centón –a la distancia que se abre entre la fuente de la cita y el momento de su adopción en el nuevo espacio textual–, apunta en ese sentido: 

No creo en la fórmula matemática de que el orden no altera el producto, creo que el orden de los factores, en literatura al menos, lo altera definitivamente; insertar un fragmento textual en situaciones narrativas distintas transforma de raíz el sentido que tiene ese fragmento por sí mismo, como algo específico; funciona también perfectamente aislado, pero en el conjunto se potencia de manera diferente; es una forma habitual de trabajo. Varios de los textos se recogerán, se alterarán, se reconstruirán y formarán parte de esta textualidad, cuyo punto de partida son los dientes y, también, las pinturas de Francis Bacon. 

La autora añade: Y a veces la fragmentación es tal que llega a convertirse en pulverización. Se pulveriza cuando se acude a glosarios, inventarios, clasificaciones, intercalaciones etimológicas, arqueológicas, lexicográficas o forenses. El texto como espejo del tratamiento odontológico, el fragmento como pieza de una dentadura, siempre en peligro de desmoronarse a menos que se realicen las intervenciones necesarias. La escena fundante del libro permite establecer lo que la escritura es para Glantz: he pensado a menudo en lo que debería escribir en esta sala de espera, recolectando ideas, buscando noticias, copiándolas, inscribiéndolas aquí, juntando monumentos, viviendo en o visitando islas, subiendo a trenes, al metro, a autobuses rojos de dos pisos y esbozar personajes ingleses, pintores o literatos. No un vehículo para la transmisión de iluminaciones sino un modo de organizar la experiencia, a través del lenguaje. En un momento en que tantos escritores insisten en que basta con contar historias, incluso con dar testimonio, Margo Glantz reaparece con un libro que nos recuerda que la narración, como quería Juan José Saer, es un modo de relación del hombre con el mundo.

La Tempestad, México, diciembre de 2016

miércoles, 25 de enero de 2017

Poesía y política

No hace falta conocer a fondo la historia reciente de Tailandia para intuir que, detrás de sus ficciones animistas y planos contemplativos, el de Apichatpong Weerasethakul es un cine político. Pero lo es de una manera que garantiza la probidad estética de los filmes y la posibilidad de seguir trabajando en un país con un férreo control sobre los medios y la opinión: a través de una estrategia oblicua, que hace de cada ejercicio audiovisual un signo abierto que orienta las lecturas hacia lo espiritual o lo poético sin ocultar, para quien quiera seguirlas, las trazas del malestar. Atenta a sus películas, la censura se ha encargado de que el trabajo de Apichatpong tenga una audiencia tailandesa limitada, mientras en Occidente se ha convertido en un referente. 

Como ocurrió en El tío Boonmee que recuerda sus vidas pasadas (2010), una película de fantasmas que se permite dialogar con ciertas tradiciones televisivas al tiempo que desentierra la historia de los comunistas masacrados en la Tailandia de los sesenta, Cementerio de esplendor (2015) construye líneas de fuga para hacer de sus enigmas una manera de hablar de un pueblo maniatado. Aunque estas cintas recurren lo mismo a la religiosidad popular que a la memoria del director, el desconcierto que producen en el espectador tiene menos que ver con la ignorancia de las culturas del sudeste asiático que con el modo en que Apichatpong entiende el relato audiovisual: como un espacio ajeno a la maquinaria comunicativa global. A través de planos pacientemente encadenados, donde el movimiento de la cámara es escaso o nulo, el director superpone distintos estratos de realidad para que cohabiten y dialoguen vivos y muertos, dioses y hombres, objetos y organismos. (Una imagen: la ameba que recorre el agua donde se refleja el cielo.) No hay en estos filmes revelaciones que otorguen un sentido retrospectivo a las imágenes observadas: el acontecimiento son las secuencias mismas, la intervención transformadora de lo imaginario y lo simbólico. 

El primer plano de Cementerio de esplendor muestra una máquina excavadora: algo será construido o instalado cerca de una escuela, cuyo austero edificio ha sido adaptado como clínica. En lo que fue un aula duerme una docena de soldados tailandeses, en coma por causas indeterminadas. La cámara registra los espacios con parsimonia, como si estuviera a la espera de una aparición. Con sutileza, la película incorpora estratos de realidad conforme avanza el relato: Jen (Jenjira Pongpas, que también participó en El tío Boonmee), una voluntaria, percibe el espacio poblado de recuerdos; la médium Keng (Jarinpattra Rueangram) asiste a los familiares, comunicándolos con los durmientes; un par de diosas budistas aparecen primero como representaciones en un templo y luego como personas de carne y hueso, para explicar a Jen la situación de los militares. La cuestión es sencilla: en los terrenos de la antigua escuela descansan los restos una batalla, cuerpos de guerreros y de reyes que siguen peleando en otra dimensión, para la que reclaman a los soldados privados de la vigilia, que sin embargo despiertan ocasionalmente. Uno de ellos, Itt (Banlop Lomnoi), tendrá en Jen –mayor que él, casada con un estadounidense– a su protectora, y entre ambos surgirá un vínculo. En una de sus conversaciones, sentados en un parque, el soldado le confesará que desea abandonar el ejército. 

¿Es posible no ver en ese coma, en esa negativa a despertar, la desesperada rebelión de un grupo de hombres a los que se les ordena deponer gobiernos civiles cada vez que éstos dejan de ser del agrado del monarca? Las supersticiones que gobiernan las vidas de los personajes de Cementerio de esplendor operan como una forma de escape: la memoria, las leyendas, la creencia en realidades paralelas permiten olvidar, por un momento, el sometimiento generalizado. De ahí que el sueño aparezca como único reducto de la libertad. Las lámparas de color cambiante, usadas por el ejército estadounidense para propiciar un onirismo plácido entre los suyos, son empleadas como registro cromático de una memoria colectiva en espera de ser reactivada, y permiten a Apichatpong convertir el espacio central del filme en un lugar dúctil, pleno de misterio e inquietud. A diferencia de lo que ocurría en El tío Boonmee, donde resultaba claro que algunas presencias no eran de este mundo, aquí todo tiene la densidad de lo real, ya se trate de deidades, personas meditando o monumentos en un parque. La parábola se imprime en la pantalla a fuerza de atentas miradas: indigentes, personas deambulando junto a un lago, cines que exhiben películas de terror. Pero también a través de la visita fantasmal a un palacio que sólo Itt puede ver, y que le describe a Jen a través de Keng: ella será también el vehículo del contacto físico. 

Rodada en Khon Kaen, la ciudad de la infancia del director, Cementerio de esplendor produce una suerte de suspensión de la temporalidad. Lo mismo desde las secuencias que desde los diálogos, construye espacios donde el pasado y el presente parecen enlazarse a través del mito. Algunos planos son especialmente significativos. Repárese, si no, en el partido de futbol que ocurre entre las dunas creadas por la excavadora: una felicidad impedida. O en la expresión final de Jen, que abre los ojos tanto como puede, como para asegurarse de que no es un mero sueño la pesadilla de la que trata de despertar. Esa imagen podría ser la última que Apichatpong Weerasethakul produzca en suelo tailandés.

La Tempestad, México, septiembre de 2016

martes, 24 de enero de 2017

Una intuición singular

La posibilidad de capturar el aprendizaje de los sentidos, de amplificar los instantes hasta crear una temporalidad específica en la página (Proust), o bien de emular el ritmo del pensamiento, de seguir el flujo de la conciencia al margen de la sintaxis al uso (Joyce); la oración subordinada como herramienta para crear un ambiente, para producir el efecto de una realidad autónoma (Faulkner), o para explorar minuciosamente, a través de pliegues y repliegues, la textura de lo real (Saer); la articulación de temáticas y momentos diversos, hasta producir una suerte de mural en el ojo lector (Simon); el ritornello como producto de una obsesión, una espiral de palabras que vuelven sobre sí con cada vez más fuerza, hasta arrancarnos de la costumbre (Bernhard); la resistencia a la anulación del tiempo y a la atención pulverizada, a través de una frase paciente que, desde la duración, apuesta a una nueva epopeya (Handke); el discurso que, mediante cláusulas, hace del relato una meditación, donde los acontecimientos se suspenden a favor de sus implicaciones reflexivas (Marías), un discurso capaz de organizar en un denso magma la experiencia inmediata, la memoria histórica y literaria, el paisaje, fotos, pinturas (Sebald): la frase larga. 

László Krasznahorkai, uno de los grandes escritores del presente, ha hecho de la frase larga la característica saliente de su estilo, si bien la entiende de un modo distinto al de sus antecesores en la tradición de la prosa moderna: “Mis llamadas frases largas no provienen de ninguna idea o teoría personal, sino del lenguaje hablado. […] Cuando hablamos, hablamos con oraciones fluidas, ininterrumpidas, y este tipo de expresión no requiere de puntos. Sólo Dios requiere el punto –y al final Él lo usará, estoy seguro” (entrevista con Sebastián Castillo para la revista Guernica, 2012). La explicación, rematada con un giro típico del húngaro –la irrupción de lo divino en el contexto cotidiano–, podría hacer pensar que estamos ante un narrador que busca captar la oralidad, pero lo cierto es que Krasznahorkai, al menos en las versiones castellanas de Adan Kovacsics (y en las inglesas de George Szirtes y Ottilie Mulzet), es otra clase de autor: un prosista de avanzada. 


Aunque abundante en meandros digresivos, la oración de Krasznahorkai persigue el movimiento, es un continuo de acontecimientos capaz de organizar saltos en el tiempo y desplazamientos en la posición del narrador, de habilitar la coexistencia de tonos, de orientar la “mirada” del lector en distintas direcciones. (No puede dejar de mencionarse, en este último punto, el modo en que el cineasta Béla Tarr ha hecho del plano secuencia el equivalente audiovisual del estilo de su colaborador en cinco filmes.) En el arco que va de la novela Tango satánico (1985; pendiente de traducción al español) al relato El último lobo (2009), la frase krasznahorkiana ha ido variando en extensión –de unas líneas al medio centenar de páginas– y entendimiento del ritmo –del enunciado extenuante al relato cadencioso, fluido–, pero sin perder en el camino el espíritu elegiaco. 


Si en Melancolía de la resistencia (1989), Ha llegado Isaías (1998) y Guerra y guerra (1999) –para citar sólo textos vertidos a nuestra lengua, siempre por Kovacsics para Acantilado– quedaba claro que para Krasznahorkai el escritor es un testigo de la catástrofe universal y, al mismo tiempo, quien elige lo que debe conservarse, en los últimos libros del húngaro, marcados por estancias prolongadas en China, Mongolia y Japón, la perspectiva se ha modificado, y con ella, en alguna medida, el estilo. Al Norte la montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río (2003), su novela “japonesa”, es prueba de ello: el budismo ofrece consuelo a nuestra existencia fugitiva, nos educa en la impermanencia. En Y Seiobo descendió a la Tierra (2008), sin embargo, la poética de Krasznahorkai parece haber encontrado una suerte de summa: coexisten el pesimismo ante el avance de la Historia y la idea de que lo bello nos redime. 


En “La muralla y los libros”, el ensayo inaugural de Otras inquisiciones (1952), Borges escribió: La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estético. La célebre frase del argentino funciona de manera extrañamente precisa al momento de intentar una descripción de Y Seiobo descendió a la Tierra, una de las “novelas” más originales que se han escrito en este siglo. Aunque la cuarta de forros nos informa que Seiobo, la diosa japonesa, vuelve a la Tierra en busca de belleza, lo cierto es que al libro, una colección de relatos de tramas autónomas, lo hilvana, en todo caso, una idea que surge al paso en el capítulo “Lejana autorización”, dedicado a la Alhambra: la propuesta de que elijamos algo superior al mundo de desintegración del caos maligno, un mundo superior que lo contiene todo, una unidad gigantesca, es esto lo que podemos elegir. Desde esta posición neoplatónica, Krasznahorkai sugiere, a través de la experiencia de la Acrópolis, el teatro nō, la pintura renacentista, la música barroca o La Pedrera de Gaudí, que la belleza, inmanente, siempre turbadora, nunca exenta de peligros, permite acceder a Dios. O a la Nada. Por ello la restauración es una práctica recurrente en el libro: aquello capaz de producir el hecho estético ha de ser conservado. (Hay algo ciertamente benjaminiano en Y Seiobo…La huella es aparición de una cercanía, por más lejos que ahora pueda estar eso que la ha dejado atrás. El aura es aparición de una lejanía, por más cerca que ahora pueda estar lo que la convoca nuevamente. En la huella nos apoderamos de la cosa, el aura se apodera de nosotros, Obra de los pasajes, 1927-1940.) 


Las tramas de los diversos capítulos, numerados de acuerdo con la sucesión de Fibonacci (1, 2, 3, 5, 8, 13, 21… hasta llegar a 2584), implican lo que parece ser el ethos krasznahorkiano: la paciencia. Ninguna gran obra, ningún objeto capaz de ofrecer la experiencia estética, nace del apresuramiento y la inmediatez, parece decirnos cuando describe, por ejemplo, el proceso de reconstrucción del Santuario de Ise. Aquí podría ubicarse el núcleo político de la obra del húngaro, al margen de su sospechoso pesimismo. En la reivindicación del gran arte hay una apuesta de futuro, como ha visto Alain Badiou en sus Cinco tesis sobre Wagner (2010): una nueva grandeza, desvinculada de la idea de totalidad, que Krasznahorkai encuentra en lugares y circunstancias diversos, no sólo en un aria de Bach sino también en la instalación de Mario Merz que aparece en Guerra y guerra. Finalmente, cuando el hombre crea formas nuevas y revolucionarias basadas en la capacidad de experimentar de una manera intensa la tradición más sublime, crea hasta un nuevo sistema de formas mediante una sensibilidad cultivada, una intuición singular y una concentración genial y eleva así la existencia humana, la eleva toda, la coloca en un plano muy alto.


La Tempestad, México, septiembre-octubre de 2015