miércoles, 23 de septiembre de 2015

Morosidad de lo real

Ante todo, la extrañeza. La extrañeza de encontrar, en un libro publicado de manera póstuma, escrito sin la sospecha de que no podría ser terminado, una especie de vuelta al principio y, al mismo tiempo, de fuga final. Vuelta al principio porque, en buena parte de La grande (2005) Juan José Saer remite, no sé con cuanta conciencia, a sus inicios como narrador, concretamente a los cuentos de En la zona (1960). Fuga final porque la novela, lejos de cerrar un ciclo, como podría hacer pensar la idea circular del regreso al origen, lo deja abierto para siempre. 

Aunque es el volumen más extenso de la bibliografía saeriana, con todo y que a su autor lo sorprendió la muerte a unas veinte páginas del final, La grande no es su obra mayor. Y sin embargo es emblemática en más de un sentido, no sólo por la maestría de la prosa que la construye, sino porque su propio inacabamiento ejemplifica bien la manera en que Saer concibió su proyecto narrativo. De haber sido terminada, La grande no habría representado una culminación. Es un capítulo más, un conjunto de escenas pertenecientes a un libro único escrito durante casi medio siglo. Dije que no es su obra mayor, pero la idea misma de un relato ininterrumpido que se desplaza de un texto a otro niega la posibilidad de centralidad a cualquiera de los trabajos de Saer. Ni siquiera libros extraordinarios como Cicatrices (1969), La mayor (1976), Nadie nada nunca (1980) o Glosa (1985) se erigen como el tronco del árbol, por la sencilla razón de que nada hay de arbóreo en la singular comedia humana del escritor argentino: es una trama sin núcleo, desjerarquizada, carente de linealidad en su flujo temporal. Démosle un adjetivo a partir de Deleuze: rizomática. 

En La grande ocurren muchas cosas y a la vez nada. Acaso el transcurso del tiempo, que todo lo erosiona. Gutiérrez, miembro secundario del reparto saeriano que aquí es convertido en protagonista, vuelve a la Zona (es decir, al territorio a la vez real e imaginario donde ocurren prácticamente todas las historias de este autor) luego de más de tres décadas de exilio voluntario. Su indescifrable regreso, que Saer aprovecha para teorizar sobre Ulises y la Odisea –es conocida su idea de que la novela representa la muerte de la epopeya–, es el tema que articula el conjunto. Un narrador omnisciente nos deja ver lo que sucede en las vidas de los amigos de Gutiérrez –algunos de juventud, otros recientes– en los días previos al asado dominical al que los ha invitado. Hablé antes de una vuelta al principio: su partida está narrada en “Tango del viudo”, un texto de En la zona que, 45 años después, es retomado aquí por Saer. Otro personaje antes poco frecuentado es ahora central: Nula, vendedor de vinos y filósofo que debutó en “Recepción en Baker Street”, un cuento de Lugar (2000) que da continuidad cronológica a la trama de la novela La pesquisa (1994). 

La grande es una larga meditación sobre el tiempo. Es, como el proyecto para el que Nula toma apuntes en una libreta, una Ontología del devenir. Ese término, casi un oxímoron (recuerda a uno de Borges: Historia de la eternidad), es aplicable a la totalidad de la obra saeriana y explica bien la mecánica de esta escritura: su esencia es la concepción de la realidad como un magma en perpetua transformación. Esa inasibilidad de lo real lleva a Saer, acaso el mejor alumno imaginable del nouveau roman, a auscultar las formas del mundo a través, primero, de la observación obsesiva y, después, de descripciones minuciosas que convierten sucesos nimios en páginas y páginas deslumbrantes donde el verdadero protagonista es la prosa, esa prosa que, mediante sucesivos pliegues y elipsis, se bate contra el paso del tiempo e intenta capturarlo, para finalmente ser derrotada. Los restos de esa derrota son el triunfo artístico de Saer y uno de los momentos más altos de la literatura contemporánea. 

Organizada en siete capítulos, cada uno correspondiente a un día de la semana –el último de los cuales consta de una sola línea que, misteriosamente, representa un final perfecto–, La grande, un título que remite lo mismo a su extensión que a la novena sinfonía de Schubert, es la novela de un autor en plenitud. Luego de los titubeos de los últimos títulos de su bibliografía, Saer, al final de sus días, había vuelto a tomar vuelo con este relato ambicioso, soberbio, que revela la influencia de un libro admirable y sutil traducido por él en los sesenta: Tropismos (1939 / 1957), de Nathalie Sarraute. Esos movimientos interiores, subterráneos, casi involuntarios del comportamiento son comunicados con maestría a lo largo de toda la narración. 

Concluyo con un fragmento de la nota que abre ese esbelto volumen publicado en 1968 por Galerna, pues dice tanto de Sarraute como de su traductor: “La prosa tartajeante […], plagada de comas que no señalan el descanso calculado del discurso sino las vacilaciones propias de la conciencia en su lucha por arrancarse de lo indeterminado, gana, con su imprecisión aparente, una precisión más honda, más dialéctica: nuestro corazón es más rico que nuestras gramáticas”.

Cuaderno Salmón, México, verano de 2006

jueves, 16 de abril de 2015

El espacio intermedio

Aunque su trayectoria comenzó en el ámbito independiente con dos inteligentes neo-noirsFollowing (1998) y Amnesia (Memento, 2000)–, pronto resultó claro que las aspiraciones de Christopher Nolan (Londres, 1970) se encontraban en el campo del entretenimiento masivo. A partir de Insomnia (2002), el cineasta ha aspirado no tanto a convertirse en un infiltrado en la industria como a crear un terreno de mediación entre el arte y el espectáculo.

La apuesta por un perfil medio (middlebrow), que pone en tensión lo elitista (lo alto) y lo popular (lo bajo), ofrece al menos un par de lecturas. Por un lado, aunque el fenómeno dista de ser nuevo, Hal Foster ha sugerido la aparición de un sujeto posmoderno pretendidamente desprejuiciado que, sin perfil, avanza por los pasillos de la Megatienda global convencido de que han desaparecido las distinciones de clase (Diseño y delito, 2002). Dentro del campo musical, Simon Reynolds ha planteado otra perspectiva en un artículo para The Guardian (“Stuck in the Middle with You: Between Pop and Pretension”, 2009): si los creadores abandonan el espacio que se abre entre lo experimental y lo comercial, éste será ocupado por Coldplay, no por Scott Walker. Es evidente que Nolan cree en la necesidad de reforzar la existencia de un espectador de perfil medio, e Interestelar (Interstellar, 2014) es una de sus apuestas más problemáticas en este sentido. 

Se sabe que el tratamiento original del guion de Jonathan Nolan –que con su hermano Christopher coescribió la notable El gran truco (The Prestige, 2006) y las dos últimas partes de la trilogía El Caballero de la Noche (2008 y 2012); autor, además, del cuento que inspiró Amnesia– fue realizado para Steven Spielberg. La reescritura del argumento dista de haber borrado sus huellas: inserta en un viaje espaciotemporal encontramos una historia sobre la recuperación de la autoridad del padre. Christopher Nolan ha visto en este dispositivo una nueva oportunidad para innovar del modo en que lo ha hecho en sus mejores trabajos: a través de la estructura narrativa. 

En sus primeros filmes, el británico hizo de los relatos modelos para armar que invitan al espectador a reconstruir tramas fracturadas. Interestelar plantea otro tipo de retos: en un marco genérico específico (la ciencia ficción), la linealidad de la narración es complejizada mediante el desarrollo de temporalidades distintas, cuya coexistencia produce una serie de paradojas. En ese sentido, forma un díptico con El origen (Inception, 2010): se trata de viajes protagonizados por hombres que, separados de sus hijos, luchan por reencontrarse con ellos. En esta última película, el periplo de Cobb tiene como escenario la mente; los traumas, las heridas psíquicas, son los principales obstáculos. En Interestelar el recorrido tiene lugar en el espacio exterior (se busca un nuevo hogar para la especie), donde los retos son impuestos por las leyes de la materia. El origen plantea la dilatación de la experiencia del tiempo a partir de los niveles de sueño; Interestelar explora las paradojas de la teoría general de la relatividad para la vida humana. 

Kip Thorne, el físico teórico que asistió a Carl Sagan en la escritura de la novela Contacto (1985) –llevada al cine por Robert Zemeckis en 1997–, colaboró con Nolan en la composición de un marco científico coherente. Sin embargo, el esfuerzo de fundir en el guion una historia hollywoodense y especulaciones sobre los viajes en el espacio-tiempo (hoyos negros, agujeros de gusano, etc.) lleva a la superficie de la cinta problemas narrativos diversos. El didactismo de algunos diálogos es producto de necesidades comunicativas no resueltas en la escritura. Sin embargo, Interestelar es capaz de ofrecer momentos extraordinarios: hacia el final, Cooper (Matthew McConaughey) ingresa en un universo extradimensional (creado artificialmente por seres enigmáticos), luego de lanzarse al horizonte de sucesos de Gargantúa, un hoyo negro. Ahí puede observar simultáneamente los puntos en la línea del tiempo. 

Interestelar es una nueva reflexión de Nolan sobre el cine como artificio. (Es un director que rara vez sostiene la mirada, como delata la abundancia de cortes en sus secuencias.) En su filmografía, el medio es magia y asombro (El gran truco), un sueño colectivo (El origen), un viaje en el tiempo y el espacio: «tal vez hemos olvidado que aún somos pioneros, y que apenas hemos comenzado». Las palabras de Cooper a su suegro, ante una tierra que pronto será estéril, pueden leerse como la negativa de Nolan a reducir su ambición. La puesta en imágenes de Interestelar revela desajustes de escala: deslumbrante en sus paisajes (con referencias a Kubrick, Tarkovski o Ridley Scott), es esquemática cuando se detiene en sus personajes (en eso se vincula a Spielberg y Shyamalan). No se acerca a los mejores trabajos de su autor, pero revitaliza con dignidad una tradición fílmica. Interestelar es el recordatorio de que, aunque hemos mirado las estrellas durante milenios, a últimas fechas sólo somos capaces de morder el polvo.

La Tempestad, México, enero-febrero de 2015