jueves, 16 de enero de 2014

Apocalipsis mexicanos

En Las semillas del tiempo (1994), Fredric Jameson se lamenta: «hoy día nos resulta más fácil imaginar el total deterioro de la Tierra y de la naturaleza que el derrumbe del capitalismo; puede que esto se deba a alguna debilidad de nuestra imaginación». Estudioso de los impulsos utópicos, el crítico marxista debió haberse preguntado, antes: ¿es posible, en las condiciones históricas actuales, imaginar un futuro cargado de promesas? Franco Berardi Bifo ofrece una respuesta contundente en After the Future (2011): No. 

En 1972 el informe Los límites del crecimiento, de Donella Meadows, anunció: «si el actual incremento de la población mundial, la industrialización, la contaminación, la producción de alimentos y la explotación de los recursos naturales se mantiene sin variación, alcanzará los límites absolutos de crecimiento en la Tierra durante los próximos cien años». Según la última actualización de ese texto (2012), ese momento ya llegó. No habrá más crecimiento. Es decir: no hay futuro, no como lo entendíamos. Queda, en cambio, un presente expansivo, donde también la energía psíquica está al borde del colapso: «en el comienzo del siglo XXI, la distopía ocupó el centro del escenario y conquistó por entero el campo de la imaginación artística», escribe Berardi. 

México se ha convertido en un observatorio privilegiado del desastre también conocido como capitalismo avanzado. En el país el sistema muestra, ya sin máscaras, su carácter criminal, en su faceta splatter. No sorprende, entonces, que en los últimos meses hayan aparecido cuatro novelas donde, más allá de las diferencias estilísticas o discursivas, sus autores plantean escenarios sombríos, con la violencia como fondo. 

Con una prosa cercana a la letanía, Tu materia son los huesos (Libros Magenta), de Andrés Téllez Parra (México DF, 1979), compone una geografía de lamentaciones. De inspiración bíblica, como anticipa el epígrafe, la nouvelle propone una suerte de infierno dantesco donde el guía Virgilio es sustituido por Ezequiel, el profeta. Los capítulos presentan territorios habitados por condenados, desiertos sin tiempo donde, no obstante, se imponen visiones del presente. No se trata del norte ni del narco, sino de una región en ruinas poblada por cuerpos y voces que reclaman ser nombrados. 

El mundo apocalíptico (en el sentido de «retirar el velo» a través de la catástrofe) de Tu materia son los huesos puede asociarse a la Violencia, el acontecimiento que redujo a escombros la ciudad habitada por el Fino, protagonista de No tendrás rostro (Tusquets). En su quinta novela, primera parte de una trilogía, David Miklos (San Antonio, EEUU, 1970) construye con sutil lirismo un espacio de comunidades dispersas, donde la sociedad como conjunto ha desaparecido. En una playa, a pesar de todo, surge en una pareja la necesidad de reconstruir un ritual, el matrimonio. Esto da pie a un viaje de regreso a la ciudad, donde presenciamos –ecos de McCarthy– un mundo al borde de ser inviable para la vida. A la prosa de Miklos, plena de imágenes, cada día más reconocible, le bastan unos trazos para construir un paisaje íntegro. 

La Casa de K (Mondadori) confirma a Héctor Toledano (México DF, 1962) como un hábil tejedor de distopías urbanas. Si en la espléndida Las puertas del reino (2005) imaginó una ciudad de México devuelta a su condición lacustre por obra, también en este caso, de una violencia de características difusas, en su segunda novela describe, con inflexiones de humor desencantado –aires de Ibergüengoitia, como ha visto Miklos–, un país donde el poder político y el crimen organizado no tienen ya que fingir diferencias. Con una escritura precisa, que alterna la epifanía y el costumbrismo, Toledano presenta un Distrito Federal donde los estratos sociales se corresponden con los niveles de las vialidades: en la superior circulan los capos de las casas de K, J y S; en la inferior se arrastran los miserables de siempre. ¿Transcurre La Casa de K realmente en el futuro? 

Yuri Herrera (Actopan, 1970) imagina en La transmigración de los cuerpos (Periférica) una ciudad –mexicana, lo sabemos por las marcas en el idioma– paralizada por una epidemia sin nombre. El Alfaqueque, personaje principal, funge de mediador en un intercambio de cadáveres entre familias: en un país donde la comunicación está rota, su labia obra milagros. La tercera novela de Herrera parece ambientada, antes que en un hipotético porvenir, en una variante del presente. Y, como sus antecesoras, está planteada como reescritura de relatos clásicos, a partir de una prosa que aspira a conseguir el rulfiano equilibrio entre el habla coloquial y el destello poético. No siempre lo consigue. La transmigración de los cuerpos ofrece un relato detectivesco, tan cerca de la novela negra como de Dante o la Biblia, pero que tiene en Daniel Sada a uno de sus abrevaderos principales. 

Las cuatro novelas no sólo testimonian un panorama desolador, sino que certifican, más allá de ciertos gestos formales, el agotamiento del impulso utópico en la narrativa mexicana. Tu materia son los huesos, No tendrás rostro, La Casa de K y La transmigración de los cuerpos son escrituras netamente posfuturistas, ajenas a flirteos con la cibercultura. La tarea pendiente, escribe Berardi en After the Future: «la conexión de poesía, terapia y creación de nuevos paradigmas». Es titánica. 

La Tempestad, México, noviembre-diciembre de 2013

miércoles, 15 de enero de 2014

Edipo en Bangkok

Durante más de década y media, Nicolas Winding Refn (Copenhague, 1970) se ha abocado a explorar las posibilidades de la forma cinematográfica. Los resultados son variopintos, pero en ningún caso despreciables. Si en la trilogía Pusher (1996, 2004 y 2005) recurrió a un estilo cuasi documental para narrar el mundo del narcotráfico en la capital danesa, en Bronson (2008) utilizó la figura de Michael Peterson (alias Charles Bronson) para sabotear las expectativas de una película biográfica y entregar una realidad radicalmente teatral. No son ésos sus únicos registros: Valhalla Rising (2009), suerte de filme de ciencia ficción arcaica, sostiene la mirada del espectador hasta imbuirlo en un estado contemplativo, mientras Drive: el escape (2011) hace de cada secuencia de acción un ejercicio plástico. Con Sólo Dios perdona (2013) el director nórdico ha compuesto su trabajo más arriesgado, concentrando todos sus recursos en ofrecer, antes que un relato, una experiencia audiovisual perturbadora, plena de artificio. 

En los papeles, Sólo Dios perdona es una cinta de gángsteres y artes marciales, con el western aleteando al fondo. Pero, como en el resto de sus filmes, Refn recurre a los géneros para desmontarlos. La textura de su noveno largometraje es la de una pesadilla edípica, que nos transporta a una ciudad que es y no es Bangkok. Se trata, más precisamente, de un lugar de la mente. Como en Drive, hay aquí un triángulo, éste formado por una madre, Crystal (Kristin Scott Thomas), y sus hijos, Julian (Ryan Gosling) y Billy (Tom Burke). Cuando este último es asesinado, luego de cometer un crimen, Crystal, mezcla de Lady Macbeth y la Reina del Pacífico, aparece en escena como figura vengadora: Julian, impotente, es incapaz de tomar venganza. La figura central, sin embargo, es un policía: el teniente Chang (Vithaya Pansringarm), dios justiciero que determina en cada momento quién merece vivir. 

El tema central del cine de Refn es la violencia, y sus películas, más allá de los distintos tratamientos, la presentan como el lenguaje de hombres marginales, ingobernables, que se relacionan conflictivamente con las mujeres. En una de las escenas clave de Sólo Dios perdona, Crystal afirma que Julian se instaló en Bangkok luego de matar a su padre en los Estados Unidos. Acaso esta explicitud edípica ayude a leer retrospectivamente el sentido de la violencia en la filmografía de Refn. Lo que se fija en la retina, sin embargo, es un conjunto de travellings maestros, una puesta en imágenes prodigiosa que revela la escuela del cineasta danés: Stanley Kubrick, más allá de que la imaginería de su última cinta esté emparentada con Alejandro Jodorowsky, el maestro al que ha decidido dedicarla. 

La Tempestad, México, septiembre-octubre de 2013

Habitáculos y sustracción

La rendición de Japón en la Segunda Guerra significó algo más que un acontecimiento militar: se desmoronó en paralelo un orden social derivado de dos milenios de continuidad histórica. En Japón: hacia una nueva literatura (1968), Kazuya Sakai hace un apunte pertinente: «La derrota […] proveyó de nuevos elementos a la sociedad japonesa. Estos nuevos elementos se llamaban “libertad”, “democracia” y “respeto por el individuo”. Pero […] fueron impuestos por los vencedores o por las fuerzas de ocupación». Una sociedad altamente estratificada fue liberalizada por decreto, es decir, cambió el rostro del sometimiento. Para la literatura nipona, no obstante, el nuevo paisaje moral resultó vivificante. 

Conocido entre nosotros principalmente por las novelas La mujer de arena (1962) y El rostro ajeno (1964), Kobo Abe (1924-1993) fue uno de los principales renovadores de la narrativa de la posguerra, no sólo japonesa. Aunque suele mencionarse que la influencia de algunos autores europeos (Kafka, Camus, Beckett) instaló en su obra cierto “humanismo”, lo que vibra en un relato como El hombre caja (1973) es el antihumanismo marxista (como lo entendía Althusser). A los rígidos hábitos culturales de su país, transformado en una sociedad ferozmente consumista, Abe –comunista disidente de la línea soviética– opuso una serie de personajes que se redefinen constantemente. En sus narraciones no existen hombres libres según los requisitos “democráticos”, sólo identidades fracturadas que, sustrayéndose, ensayan formas de lo humano. 

La prosa austera y exacta de El hombre caja (traducido, como otros libros de Abe, por Ryukichi Terao en colaboración con Gregory Zambrano), sostenida en un espectro semántico reducido, es el vehículo idóneo para narrar las vicisitudes de un hombre que, cubierto de la cabeza a la cintura con una caja, explora una ciudad inhóspita a través desdoblamientos. No hay aquí exotismos ni japonerías para el consumo del público occidental: el relato es construido a partir de escenas inquietantes que dinamitan las certidumbres del lector. Lo que leemos, el cuaderno del Hombre Caja –donde se insertan enigmáticas fotografías comentadas–, vuelve indistinguibles los hechos “reales” de las fantasías del personaje, que hacia el final de la novela explica, tal vez, las razones de su renuncia a las convenciones: «Al escribirlo, llevo en mi mente, por ejemplo, la difusión de compras a plazos. […] a lo mejor sólo guerrilleros y hombres caja prefieren ocultar sus verdaderas identidades en contra del conformismo de las compras a plazos». Vanguardista en su acepción plena, Kobo Abe nos muestra aquí, con humor inclemente, que la sustracción es otro nombre de la emancipación. 

La Tempestad, México, julio-agosto de 2013

Dos notas sobre Bernhard

I

“Sigo mi propio camino”, escribió Thomas Bernhard a su futuro editor, Siegfried Unseld, en su primer acercamiento a la editorial Suhrkamp, en octubre de 1961. La frase, estratégicamente colocada al final de la carta, era una advertencia: como se lee en la extraordinaria Correspondencia entre ambos (Cómplices, 2012), el escritor siguió siempre una senda propia. Su inconfundible prosa es también un certificado de singularidad: “siempre he querido ser sólo yo mismo y siempre he escrito sólo como yo mismo pensaba”, declaró a la periodista Krista Fleischmann. La escritura como afirmación del yo, el estilo como fruto de la voluntad.

Entre 1982 y 1983, Bernhard entregó a publicaciones alemanas cuatro relatos que, unos años después, propuso a Unseld como volumen. El libro, sin embargo, no se publicó hasta 2010, ya desaparecidos el autor y el editor. El contenido: un Bernhard en plenitud que Miguel Sáenz, como tantas otras veces, ha traído a nuestra lengua con autoridad. En el cuarteto de narraciones que incluye Goethe se muere (Alianza, 2012) reencontramos esa prosa forjada por ritornelos, esa voz que parece nunca perder el aliento al avanzar por la página. Se trata del Bernhard maduro, con recursos suficientes para pasar de un libro a otro sin dar la sensación de agotamiento. 

Como se indica en la nota del traductor, ya en el título del relato que da nombre al conjunto hay una intención irónica: Bernhard escribe schtirbt donde debería decir stirbt (se muere) para disparar contra dos temas que los alemanes no se toman a la ligera: Goethe y la muerte. (En su primera publicación en castellano, dentro del volumen Acontecimientos y relatos, Sáenz optó por llamar el cuento “Goethe se mmmuere”.) La trama acentúa las ironías: en su lecho de muerte, el autor de Fausto tiene un único deseo, reunirse con… Ludwig Wittgenstein. Más allá de la boutade, la historia puede leerse como una reivindicación de lo que podríamos llamar la vía austríaca, es decir, una literatura que, a lo largo del siglo XX, convirtió la lengua alemana en un laboratorio. El narrador del relato, un asistente del Maestro, describe el revuelo que causa esa predilección: “Una y otra vez recorrió Kräuter la casa de Goethe, diciendo: Wittgenstein es el más importante para Goethe, y todos los que lo oían se llevaban al parecer las manos a la cabeza. ¡Un pensador austríaco!”. Crítico feroz de su país, como se lee en el texto que cierra el libro, “Ardía. Relato de viaje para un amigo de otro tiempo”, Bernhard se reservaba algunos dardos para sus vecinos del Norte.

“Montaigne. Un relato” y “Reencuentro” tienen como blanco una institución que para su autor, del mismo modo que el Estado, era un instrumento de aniquilación: la familia. En medio de invectivas contra todo y contra todos, asoma la sonrisa de Bernhard. Nunca supo, nunca quiso distinguir entre tragedia y comedia. 


II

En La fuerza de la costumbre, obra teatral de 1974, el personaje Caribaldi dice al malabarista: Cuando la gente se hace famosa / exige dinero / y consideración / cada vez más dinero / y cada vez más consideración […] Hasta los genios / tienen manía de grandezas / cuando se trata de dinero. Siegfried Unseld (1924-2002), uno de los grandes editores del siglo pasado, recordó ese pasaje en un par de ocasiones, en momentos en los que la negociación de los honorarios de Thomas Bernhard (1931-1989) se volvía particularmente ingrata. Lo sabemos por la labor de Raimund Fellinger, Martin Huber y Julia Ketterer, que complementaron la Correspondencia entre el editor y el escritor con las crónicas de Unseld sobre la relación con sus autores. Miguel Sáenz, traductor de la práctica totalidad de la obra del austriaco al castellano, ha hecho una selección de más de 300 páginas. 

Ya en su primera carta, de 1961, Bernhard advirtió a Unseld: “Sigo mi propio camino”. Como sabemos por sus novelas, relatos y obras de teatro, se orientó siempre en la dirección opuesta. A los consensos. A los estereotipos. A las instituciones. Aunque lo torturó con amenazas y exigencias, Bernhard siempre supo que no había mejor editorial para su obra que Suhrkamp. La Correspondencia con Unseld, ocurrida durante casi tres décadas, es un documento de primer orden. No sólo para la comprensión de la compleja personalidad del escritor austriaco, sino para la valoración del trabajo del editor alemán, que edificó uno de los catálogos más vigorosos de Europa. 

Esa amistad singular ha producido otros libros póstumos. En 2009 apareció Mis premios, crónicas y discursos que muestran al Bernhard más provocador. En 2010, Goethe se muere, reunión de relatos de un narrador en pleno dominio de sus facultades, donde se impone esa prosa, espiral de palabras imantadas que avanza sin respiro. Aparecidos en publicaciones alemanas a principios de los ochenta, los relatos disparan en distintas direcciones: el canon alemán (encarnado en un Goethe que, moribundo, ansía conocer a ¡Ludwig Wittgenstein!), la familia (“Montaigne. Un relato” y “Reencuentro”) y, como siempre, Austria (“Ardía. Relato de viaje para un amigo de otro tiempo”). Instituciones, para decirlo con un adjetivo frecuente en esta obra, aniquiladoras

El proyecto de Bernhard fue hacer de la escritura un instrumento de autoafirmación: “nunca he querido más que volverme yo mismo”, declaró una vez. Así, consiguió no sólo componer una de las prosas más idiosincrásicas de la literatura contemporánea, sino convertirse en un personaje polémico. Unseld, que lo admiraba, no tuvo más remedio que pagar esa singularidad. Hay que agradecerlo.

Otra Parte Semanal, Buenos Aires, 25 de abril de 2013 (I); 
La Tempestad, México, mayo-junio de 2013 (II)