lunes, 27 de mayo de 2013

El reino y el barrio

I 

Ocurre, ante ciertas obras, el extrañamiento. El fenómeno ha sido estudiado lo mismo por el formalista Víktor Shklovski que por un neofreudiano como Harold Bloom. En última instancia, no lo entienden de un modo tan distinto: para el ruso es una figura retórica que desestabiliza los hábitos del lector; para el estadounidense se trata, sencillamente, de otro nombre de la originalidad. Los libros de Gonçalo M. Tavares, en tal sentido, ponen a prueba nuestras rutinas perceptuales. En la superficie, su prosa no ofrece resistencia. De precisión quirúrgica, las frases tienden a la brevedad y la transparencia, limpias de adjetivos. ¿Qué nos extraña, entonces? 

En Un hombre: Klaus Klump (2003), primera parte de la tetralogía novelística El reino, encontramos un tejido en el que los acontecimientos relatados y las digresiones forman una materia indivisible. No se trata de los anfibios que, fusionando relato y ensayo, airearon el panorama literario en los ochenta y noventa (Magris, Pitol, Piglia, Sebald): La máquina de Joseph Walser (2004), Jerusalén (2004) y Aprender a rezar en la era de la técnica (2007) son algo tan improbable como una novela escrita por el Wittgenstein del Tractatus. En la tetralogía, sin embargo, nunca se impone el espíritu epigramático: pensar y narrar son un mismo movimiento. 

Situadas en un impreciso país de lengua germánica durante la ocupación de una potencia extranjera, en algún momento de la primera mitad del siglo XX, las piezas de El reino invitan a meditar, una vez más, sobre la tradición. ¿Se inscribe Tavares en alguna línea de la literatura portuguesa? Nacido en Luanda, Angola, en 1970, sus libros parecen negarse a una lectura semejante: hilvanan una serie propia, que proviene lo mismo de algunos filósofos del fragmento –los presocráticos, Nietzsche, Benjamin, el mencionado Wittgenstein– que de narradores de prosa exacta y universos singulares –Walser, Kafka, Beckett, Calvino. Llamar a Tavares «escritor portugués» es meramente anecdótico: su escritura borra las referencias espaciales y temporales para atraer la atención a un territorio autónomo, regido por una racionalidad particular. 

Aprender a rezar en la era de la técnica es, digámoslo de una vez, una de las grandes novelas escritas en la primera década siglo XXI, y culmina la serie de «libros negros» de Tavares, su idiosincrásica exploración narrativa del Mal. Lenz Buchmann, el brillante cirujano que decide pasarse a la política, encarna la noción que recorre la tetralogía: la maldad que late en la razón ilustrada, que en determinados momentos es indistinguible de la locura (el tema de Jerusalén). Sabemos por Dialéctica de la Ilustración, de Adorno y Horkheimer, que el fascismo no es la pesadilla de la modernidad, sino su más hiriente consecuencia. En El reino se impone la razón instrumental y, con ella, dos tipos de miedo, como leemos en Aprender a rezar en la era de la técnica (traducido por Rita da Costa para Mondadori): «El primer miedo arrancaba las cosas de su inmovilidad y el segundo, más poderoso, mantenía las cosas en movimiento». 

II 

El universo de Tavares, sin embargo, no se limita a la exploración del Mal y la civilización técnica. Junto a El reino se levanta El barrio, un conjunto de (por ahora) diez libros breves, que Almadía ha reunido en un solo volumen de más de 600 páginas: El barrio y los señores, traducido por Florencia Garramuño y con un prescindible prólogo de Alberto Manguel. En ellos se revelan no sólo las capacidades fabuladoras del portugués, sino su desconcertante poder cognitivo. Valéry, Michaux, Brecht, Juarroz, Kraus, Calvino, Walser, Breton, Swedenborg y Eliot son transformados en habitantes de una aldea que opera como metáfora de la historia de la literatura (o de la creación), y a la que, según el plan delineado por Tavares, se mudarán nombres como Beckett, Borges, Duchamp, Woolf o Warhol. 

El modelo de estos libros parece ser Historias del señor Keuner de Brecht, pero también el Monsieur Teste de Valéry o el Plume de Michaux. La diversidad de El barrio, sin embargo, es notable: si El señor Valéry (2002) y El señor Henri (2003) están animados por un espíritu cómico que oscila entre Buster Keaton y Samuel Beckett, El señor Kraus (2005) estudia el poder a la manera kafkiana, con un jefe y un par de ayudantes tan siniestros como ridículos. Pero los homenajes de Tavares no operan en el plano anecdótico: sus relatos recrean la escritura de los señores, emulan sus mundos, como en su momento hizo, desde una posición más bien lírica, con su singular Biblioteca (2004). 

Detrás del ánimo lúdico de estos relatos, sin embargo, aparece el tema central de la obra del portugués, la razón, capaz de entregarnos momentos de plenitud o de orillarnos a las prácticas más crueles. Para construir los mundos de los señores Valéry, Henri (Michaux), Juarroz, Calvino y Swedenborg las palabras resultan insuficientes: la escritura se desplaza a una serie de dibujos, formas que, sobre el blanco de la página, ofrecen síntesis geométricas tanto de reflexiones como de operaciones. Hay algo matemático en el narrar-pensar de Tavares, que se proyecta tanto en los personajes de El reino como en los de El barrio. Pero, como escribió en el poema “El mapa”, «entre la posibilidad de acertar mucho, existente / en la matemática, y la posibilidad de errar mucho, / que existe en la escritura (errar de errante, de caminar / más o menos sin una meta) opté instintivamente / por la segunda. Escribo porque perdí el mapa».

La Tempestad, México, marzo-abril de 2013