martes, 16 de octubre de 2012

La acción y la conjetura

El reto es lo que sostiene 
a lo que puede abismarse. 
“Filo de equilibrio” (1992) 


En su acepción original, no burlesca, la parodia es una suerte de canto paralelo, una voz que incorpora sonoridades vecinas, sin imitarlas. La parodia otorga significados nuevos a expresiones que han quedado en desuso, da vida a lo que, de otro modo, sería letra muerta. La escritura de Daniel Sada es, en tal sentido, un complejo ejercicio paródico. En su prosa conviven –otros lo han señalado– la estética del corrido, la poesía del Siglo de Oro y el habla popular del norte de México, pero la extrañeza que produce su lectura surge de ciertos desplazamientos: en su sistema narrativo, los elementos de la tradición adquieren funciones completamente nuevas. La métrica del romance español y de su hijo mexicano, el corrido norteño, deja de estar al servicio de las hazañas de los héroes –semidioses medievales, en el primer caso; revolucionarios o últimamente narcotraficantes, en el segundo– para adoptar la moral del fracaso, marca indeleble de la narrativa moderna. 

Octosílabos, sobre todo, pero también endecasílabos y alejandrinos dan a esta escritura una musicalidad que, en determinados momentos, cuando sus arrebatos la distraen del seguimiento servil de la trama, alcanza la soberanía del tarareo, deviene ritmo que percute en la conciencia del lector: «la musiquita trola de su palabrerío despertaba rarezas de admiración y mundo» (“Todo y la recompensa”, en Juguete de nadie y otras historias, 1985). Hay una música, entonces, un frenesí que carga de intensidad a relatos que, dada su escasez argumental, se desmoronarían de manera estruendosa en otras manos: 

De ayer es la historia de hoy, de ayer la malversación. En Castaños, en invierno, pocas son las diversiones que entretienen a la gente. El acurruque es mejor, el gozo junto al fogón. Los ambientes embebidos de cocinas olorosas y mujeres trabajando: muy fume y fume los hombres dado que se saben cómo desviar el aburrimiento que traen los días desiguales de ventoleras y hielos; pues, cuando nadie supone, de pronto el sol sale grande como en tiempo de verano: los asombros se hacen tema que no dura una mañana porque antes del mediodía las nubes nublan al pueblo y por la tarde los fríos entran delgados mordiendo por debajo de las puertas: el viento echa niebla y lío para que la gente aguarde: por la noche, sin salir, ya sea que amanezca gris o se produzca un milagro. [Albedrío, 1989] 

En un neobarroco como Sada los desiertos y caseríos del norte de México producen horror vacui, de ahí que su prosa funcione por acumulación. Frente al vacío, el vigor de la forma; frente al silencio, la riqueza verbal. Hay un vínculo singular entre los vocablos desierto y palabra, que en latín y en hebreo tienen un origen común. El primero remite a lo que separa; el segundo, a lo que une. La palabra, antídoto del desierto: de ahí que en la poética de Sada confluyan el Piporro (el habla norteña) y Góngora (el uso del hipérbaton), síntesis menos excéntrica de lo que se supone. Una virtud tan devaluada como el “oído” adquiere en este sistema narrativo nuevos significados: sin titubeos a la hora de detonar la hilaridad, Sada produce frases que hacen coexistir cultismos, coloquialismos y arcaísmos. En el uso del habla vernácula como materia prima, y dentro de una tradición muy específica de la narrativa mexicana, es un discípulo aventajado de autores como Martín Luis Guzmán (en sus Memorias de Pancho Villa), Agustín Yánez, Juan Rulfo o José Revueltas. 

Es conveniente, sin embargo, no restringir la genealogía de Sada a la literatura mexicana. En Ese modo que colma (2010), su último libro de cuentos, una suerte de canon personal se desliza de manera inesperada. El burócrata Atilio Mateo, protagonista de “Atrás quedó lo disperso”, tiene la costumbre de regalar ejemplares de la obra cumbre de Carlo Emilio Gadda, El zafarrancho aquel de via Merulana, cuyos destinatarios tienen vivencias funestas después de su lectura. Excepto Gastón, desempleado aficionado a los libros exigentes: 

Leyó con rapidez el Ulises, de James Joyce; La muerte de Virgilio, de Hermann Broch, y la Divina Comedia, de Dante Alighieri, la traducción directa del toscano al español acometida por Bartolomé Mitre, en verso endecasílabo; teniendo en su haber otros retos pendientes: Paradiso, de José Lezama Lima; Gran Sertón: Veredas, de João Guimarães Rosa, y La vida instrucciones de uso, de Georges Perec. Una de las opciones más deseadas era la famosa novela de Carlo Emilio Gadda (y hela aquí), amén de otras proezas del mismo autor: La mecánica y El aprendizaje del dolor, que a saber cuándo las hallaría, en traducción castellana, desde luego; en fin, hazaña por venir, como sería la localización en librerías de otra obra italiana importante: Los Malasangre, de Giovanni Verga… 

Inmediatamente se imponen las asociaciones: los recursos paródicos de Joyce, el barroquismo de Broch, la apropiación dialectal de Dante, la proliferación de historias en Perec, el universo rural de Verga, para no hablar de la filiación evidente de Sada con Lezama Lima y Guimarães Rosa. Podría agregarse a Guillermo Cabrera Infante. 

En el caso de Gadda, detengámonos en la excepcional “Nota a la traducción” del Zafarrancho de Juan Ramón Masoliver: 

Con un sentido esencialmente plástico, acción e implicaciones se confían a los gestos, a los nombres mismos y palabras de los personajes, cuya habla distinta basta a caracterizarlos y develar su psicología, costumbres, opiniones y reacciones sin menester otra intervención, análisis ni consideraciones del autor. Modos dialectales y ribetes eruditos, retornos estróficos, onomatopeyas y tics, que de los diálogos ascienden al recitado mismo del autor. 

La descripción del arte de Gadda podría aplicarse, sin modificaciones, a la prosa de Sada. El idiosincrásico uso de los dos puntos, que en el mexicano es un recurso a la vez rítmico y sintético, revela el influjo profundo del narrador italiano. 

II 
Los textos mayores de Sada –Registro de causantes (1992), Albedrío (1989), Porque parece mentira la verdad nunca se sabe (1999), en algún sentido Casi nunca (2008)– surgen del rigor conceptual, del ajuste entre imaginario y escritura. Forman, en conjunto, un gran tratado tragicómico sobre la vida de provincias. Salvo excepciones, sus relatos nos hablan de un destino tan imperturbable como fallido. Nada avanza, todo permanece pavorosamente inmóvil. Sus personajes vagan por el mundo, discurren sin sentido: su aparente dinamismo no es más que la vibración de un tiempo suspendido en una tierra abandonada por Dios. Como si hiciera eco del tedio de sus creaturas, paralizadas por una palabrería frenética, la prosa anula el progreso de las historias hasta reducirlas a una suerte de escena pictórica en la que van acumulándose detalles (casi siempre nimios) que dan a la superficie una apariencia densa y grumosa. 

En Sada, la parodia es ley del mundo. La potencia de su estilo surge de esa revitalización constante de las formas. El «¿Cómo decir ahora?» que abre Una de dos (1994) explica bien la clase de autor a la que nos enfrentamos. Cómo decir: el cuestionamiento que todo artista de la narración debe plantearse antes de acometer un relato. Cómo decir ahora: cada época impone una problemática estética distinta. De ahí que Sada no se haya mantenido siempre fiel al uso de la métrica. Sus libros posteriores a Porque parece mentira… se desentienden de esa obligación para apostar por un ritmo sostenido en la aposiopesis: frases truncas, omisiones que instalan la duda y el desconcierto en el lector, que sin embargo se sabe leyendo un idioma dentro del idioma. 

Un pasaje de Luces artificiales (2002): «Milagrosa puerta esa, que trajo la calma, permitiendo a su vez un deslinde prudente de quien presto a recomponer halló en un santiamén dos derroteros: una acción y una conjetura». Los relatos de Sada se desarrollan, así, mediante acciones y conjeturas. El narrador se entromete en la historia, ironiza, exhibe las inseguridades de los personajes. Eso no le basta: constantemente dinamita nuestras certezas, pone en duda la validez de las acciones. Supone, presume, calcula. En las capacidades retóricas del narrador –el personaje central de todo el universo sadiano– es evidente la estirpe cervantina. La lección del Quijote es dual. Por un lado, la conjetura como procedimiento narrativo; por el otro, la elevación de la parodia a arte mayor. Aquí puede intuirse la coyuntura que hizo de Sada un neobarroco (por más que se sintiera incómodo con esa denominación). La parodia es característica de los estilos postclásicos, de su reacción ante la retórica imperante. ¿Acaso el canon de la literatura mexicana no tiende precisamente al clasicismo, a la palabra justa y el verbo templado? 

Aunque se instaló joven en la ciudad de México, Sada construyó una escritura que se opone a los estilos dominantes en el centro del país. Su admiración por el Piporro no es, en ese sentido, circunstancial; es una afinidad en más de un sentido política. Monsiváis es útil en este punto: «Se necesitaba un arquetipo para uso exclusivo de los norteños de México y, en el límite del barroquismo, un actor depura al personaje y lo convierte en arquetipo de una cultura fronteriza, un modo de ser mexicano en ambientes naturales, un regocijo nómada. Y parecerse a Piporro obliga a Eulalio González a educar la voz hasta volverlo un prontuario de costumbres». Sada entendió que no existe un uso “natural” de las palabras, que la lengua literaria arroja realidades una vez que, paradójicamente, asume su carácter artificial. 

La prosa de Sada –sus versos rara vez tienen el mismo nivel– puede asociarse a la poesía neobarroca latinoamericana en una dirección concreta de esta tendencia, señalada por Roberto Echavarren en el prólogo de la muestra Medusario: «es una reacción tanto contra la vanguardia como contra el coloquialismo más o menos comprometido». En otro momento de ese texto, pareciera que habla de nuestro autor, a propósito del ethos al que lo hemos asociado: «El arte barroco repudia las formas que sugieren lo inerte o lo permanente, colmo del engaño. Enfatiza el movimiento y el perpetuo juego de las diferencias, dinámica de fuerzas figurada en fenómenos. Es un arte de la abundancia del ánimo y de las emociones, que no son jamás, sin embargo, transparentes»

III 
Metáfora de la soledad, el desierto expresa un desamparo casi cósmico. En los territorios donde Sada dispone sus historias, los caseríos dispersos se erigen por oposición al vacío. Sus habitantes deambulan tratando de averiguar quiénes son, pero la ausencia de respuestas instala en ellos una férrea moral del fracaso. El desierto invita a la errancia, a la búsqueda –siempre fallida– de la identidad. Pero, sobre todo, motiva la rebelión frente al silencio. Primero el balbuceo, después la palabra. Luego la frase y, tal vez, la epopeya. O más bien su contrario. El personaje tragicómico es, en palabras del propio Sada, «un infatigable trabajador desilusionado»

En Lampa vida (1980), Hugo Retes, payaso fracasado, frecuentemente apedreado, busca un lugar en el que su vocación sea aplaudida, para él mismo reconocerse como aquello que ha querido ser. En Albedrío, Chuyito –niño harto de regaños– huye de su casa (y de la escuela) para unirse a los gitanos que pasan por su pueblo, quienes lo transforman en una milagrosa enana barbuda. En Una de dos, Constitución y Gloria Gamal –gemelas idénticas– forman, desde la muerte prematura de sus padres, una pareja indivisible: decidirán compartir a un pretendiente, fieles a su parecido. En Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, Cecilia y Trinidad González se verán convertidos súbitamente en un fin de raza al desaparecer sus hijos, Salomón y Papías, a los que rastrearán infructuosamente, como para confirmar su propia existencia. Errancia sin tregua en busca de la identidad. Y, en el transcurso, una metralla de palabras. 

Luego de Porque parece mentira…, auténtico monumento de la lengua, Sada optó por trasladar su moral del estropicio al desconcierto urbano. Aunque pasajes de Luces artificiales, Ritmo delta (2005) y La duración de los empeños simples (2006) manifiestan la estatura de su autor, las novelas carecen de la reverberación entre materia del relato y prosa de sus ejercicios anteriores. Las mejores manifestaciones de su visión desencantada se hallan en sus dos novelas maestras, Albedrío y Porque parece mentira…, pero también en un puñado de cuentos admirables repartidos en Juguete de nadie, Registro de causantes y El límite (1997), donde el tedio desértico hace mella en los personajes. 

Sada entendió que, para no sucumbir al reconocimiento por lo ya logrado, se imponía la necesidad de dar un giro a su proyecto narrativo. Pero no replanteó su escritura ni su manera de encarar el texto: decidió renovar los decorados. Lo que en apariencia es intrascendente adquirió un peso insospechado: al mudar las historias del desierto y sus poblados a la ciudad, el sustento conceptual de su proyecto fue afectado en lo esencial. La tentativa iniciada con Luces artificiales tuvo en La duración de los empeños simples la confirmación de su naufragio: despojada de su relación con la zona de realidad de la que surgió, la prosa queda abandonada a peripecias más cercanas a la gesticulación que al estilo. 

Sin embargo, Sada siguió fiel a su preocupación fundamental: la búsqueda de la identidad. En Luces artificiales, Ramiro Cinco trata de enmendar su fealdad a través de la cirugía plástica que, supone, transformará la medianía de su destino. La duración de los empeños simples continúa por esta senda –abandonada parcialmente en Ritmo delta– a través de una familia cuyos miembros tratan de darle sentido a sus vidas al amparo de ciertas obsesiones: Leonora, la madre, a través de la urinoterapia y el naturismo; Alberto, el padre, mediante la creación de geografías imaginarias; Luis Lauro, el hijo, convirtiéndose en un poeta de vanguardia. Pero las novelas urbanas de Sada se obstinan en simplificar. Los juegos con la métrica –que el título La duración de los empeños simples sea un endecasílabo no debe confundirnos– se abandonan a favor de la elasticidad de la forma, que no siempre está a la altura de las exigencias. Ese recurso, comprensiblemente, dejó de ser válido para el narrador, pero Una de dos había demostrado que su autor podía sostener el rigor de su escritura sin ceñirse a corsé alguno. 

El rigor regresa en esa suerte de summa sadiana que es Casi nunca, novela problemática por distintos motivos. Gestado en los años ochenta, cuando Sada encontró su voz distintiva, el texto logró su forma final más de dos décadas después. Encontramos esa prosodia inconfundible, pero con un enfoque en buena medida clásico. Es una novela lograda, tal vez la mejor que urdió luego de Albedrío y Porque parece mentira la verdad nunca se sabe (a la que parece responder: casi nunca), pero representa el reconocimiento de una imposibilidad, la de abandonar el ámbito de sus primeros libros. «Me crearon el resquemor de que no puedo escribir sobre la ciudad porque la impregno con mi mundo», dijo en una entrevista cuando se le preguntó por el peso que otorga a la crítica. Comedia a la vez erótica y ranchera ambientada en los años cuarenta, Casi nunca no está exenta de destellos deslumbrantes, pero en ella asoma el anacronismo. 

En los cuentos de Ese modo que colma (2010) se hallan las mejores páginas del último Sada. La variedad formal de los relatos revela, si no una renovación, sí el dominio pleno de los materiales narrativos, la exploración firme de un universo cerrado aunque diverso. Un caso merece atención, sin embargo, “El gusto por los bailes”, que abre el volumen. Cuento en verso, es un ejemplo perfecto de por qué los hallazgos de Sada se hallan en la prosa: el octosílabo, que hace del relato una suerte de canción norteña, carece de cualquier valor poético: la anécdota es banal y queda la sensación de que el capricho es el motor. Todo lo contrario ocurre en el resto de los textos, piezas pulidas, hilarantes, donde el arte paródico sadiano se percibe en plenitud. Ahí están los infatigables trabajadores desilusionados, que recuperaron su sentido en Casi nunca con la figura del agrónomo Demetrio Sordo, otro buscador de identidad. 

Ponciano Palma y Sixto Araiza, los choferes que protagonizan A la vista (2011), pertenecen a esa estirpe, pero la novela se lee con la impresión de que pudo ser un cuento. Parodia y delirio del verbo, la poética de Sada, en este punto, se estanca. Uno oye nuevamente esa voz inconfundible, una de las más notables de la literatura contemporánea en castellano, pero la trama, lejos de encarnar el desconcierto del hombre moderno –para lo que el desierto es un escenario privilegiado–, se extravía en recursos que la emparientan con el cine mexicano más costumbrista. 

En sus abundantes páginas maestras, no obstante, la prosa de Sada da al fracaso la dignidad de la epopeya. En un tiempo en el que el lenguaje ha sido degradado hasta lo indecible por los medios, su escritura se antoja, antes que una forma de resistencia, una negativa a participar de la corrupción de las palabras: la lengua como campo de batalla. Uno sale de los textos sadianos con la sensación de haber lidiado con una materia incandescente. En sus frases, el idioma está vivo: late. Si, como creía Karl Kraus, la lengua es un barómetro del estado del mundo, queda alguna esperanza luego de leer Albedrío, luego de leer Porque parece mentira la verdad nunca se sabe. Sus paisajes de la derrota adquieren, desde esa perspectiva, un paradójico aire utópico. Hay que respirarlo. 

Héctor Iván González, ed., La escritura poliédrica. 
Ensayos sobre Daniel Sada, Tierra Adentro, México, 2012.
(El ensayo es la síntesis, la ampliación y la corrección de textos aparecidos anteriormente 
en Cuaderno Salmón, Letras Libres (ay), Otra Parte y La Tempestad) 

lunes, 15 de octubre de 2012

Mirar con atención

«¿Estás mirando atentamente?», pregunta Cutter (Michael Cane) en el inicio de El gran truco (2006). Se refiere, en principio, a un acto de magia. ¿O es el reclamo que nos hace el director del filme? Are you watching closely? Mirar de cerca, observar atentamente. Pero ¿qué? El truco, la simulación, el momento en el que nuestros sentidos otorgan realidad a lo que es mera apariencia. El gran truco no es otro que el cine. 

De Doodlebug (1997) a El caballero de la noche asciende (2012), la obra de Christopher Nolan (Londres, 1970) es una serie de variaciones sobre una inquietud: nuestra dificultad para distinguir la realidad de las apariencias (que se traduce en cierta vibración en la superficie del filme). Esa incapacidad de discernir deviene, invariablemente, pérdida de control. Los personajes de Nolan tejen redes en las que, tarde o temprano, se descubren atrapados, como si diseñaran laberintos para perderse en ellos, ante la imposibilidad de detectar en el entorno las distorsiones producidas por la maquinaria del deseo. En una escena de Amnesia (2000), mientras intenta reestablecer las coordenadas de su situación, Leonard Shelby (Guy Pearce) piensa: «Bien, estoy persiguiendo a este tipo. No… ¡él me está persiguiendo!». La frase parece acuñada por el protagonista de Following (1998). 

A partir de Insomnia (2002), sin embargo, el autoengaño deja de ser un antídoto efectivo para la sensación de irrealidad. Will Dormer (Al Pacino) altera las pruebas de un juicio porque no hay garantías de que un indiciado termine preso, por más que él sabe que es culpable. Para ponerlo en boca de otro personaje: «A veces la verdad no es suficiente. A veces la gente merece más» (El caballero de la noche, 2008). Batman, sin embargo, inscribe esta convicción en otra escala: cree que la mentira es necesaria para mantener el orden social. 

Digámoslo antes de seguir: Nolan es una de las miradas auténticamente renovadoras de la industria del entretenimiento. Ha logrado producir un cine personal desde el interior de Hollywood, un cine a la vez popular y desafiante que busca, literalmente, quitar el aliento. No es casual que su compañía productora se llame Syncopy, en referencia al síncope: la pérdida repentina del conocimiento, una de cuyas causas es la falta de oxígeno. Nolan es un ilusionista, como explica Robert Angier (Hugh Jackman) a su rival, Alfred Borden (Christian Bale), al final de El gran truco: «El público conoce la verdad: el mundo es simple. Es miserable, sólido en su totalidad. Pero si puedes engañarlos, aunque sea por un segundo, puedes asombrarlos, y entonces… entonces llegas a ver algo realmente especial… ¿De verdad no lo entiendes? Era… era la expresión en sus rostros». 

El cine de Nolan es, por encima de todo, una reflexión sobre el propio cine, como queda claro en El origen (2010), donde la figura de Cobb (Leonardo DiCaprio) es análoga a la del director: aquel capaz de crear experiencias oníricas. Pero Cobb (que tuvo una encarnación previa en Following, interpretado por Alex Haw) es también alguien que implanta ideas. ¿El cineasta como ideólogo? La pregunta es pertinente a la luz de la trilogía sobre Batman que completa El caballero de la noche asciende

Nolan ha hecho suyo el Batman de Frank Miller para dar al superhéroe de DC Comics una densidad ausente en sus anteriores encarnaciones fílmicas. Es innegable la fuerza narrativa y el poder visual de la trilogía, su capacidad para inscribir a Batman en el noir (el género que el director inglés practica en cada uno de sus filmes de una u otra manera), los momentos a veces sublimes que consigue en medio de relatos de acción (donde la fuente formal, sobre todo en El caballero de la noche, es Fuego contra fuego, la obra maestra de Michael Mann). Nolan deslumbra al espectador, pero ¿ha tratado esta vez de aleccionarlo políticamente? 

La admirable filmografía de Nolan encuentra sus momentos menos logrados en sus filmes sobre Batman. Como si el personaje lo orillara a temas para los que un humanista liberal no está capacitado, El caballero de la noche asciende tropieza con problemas narrativos (un didacticismo flagrante, por ejemplo) conforme se obstina en presentar analogías con las problemáticas del presente. Ciudad Gótica, que no es otra que Nueva York, es tomada por una banda de retórica revolucionaria. ¿Es Bane (Tom Hardy) una suerte de Robespierre para los tiempos que corren? A pesar de sus palabras, no es más que un criminal: dice liberar a los ciudadanos de Gótica, pero en realidad quiere exterminarlos, como dicta el plan de la Liga de las Sombras. Esta traición del discurso emancipatorio es el componente más reaccionario de la película: ¿se trata de demostrar que toda subversión es, en el fondo, un proyecto perverso? 

Bruce Wayne, interpretado con enorme solvencia por Christian Bale a lo largo de la trilogía, es un oligarca. Eso sí, un oligarca con buenas intenciones (energía limpia, filantropía, etc.). Su enfrentamiento con Bane (que en realidad se halla a las órdenes de Miranda, la nueva femme fatale de Nolan, interpretada con intermitencias por Marion Cotillard) no es más que la pesadilla del capitalismo de todas las épocas: una masa criminal lumpenizada que atenta contra el derecho de propiedad, del que derivan todos los demás. 

Bane quiebra a Wayne física y económicamente: le rompe la espalda, le roba su fortuna. El heredero habrá de escapar de un pozo que funge como prisión. Tal es la moraleja que implica el ascenso del Caballero de la Noche: Es momento de arriesgar, de invertir, señores, de hacer circular el capital antes de que el futuro sea oscurecido por la noche de los proletarios. Rise! Y, sin embargo, ahora sabemos cuál es su pesadilla y nuestro sueño: hacer de cada ciudad un territorio liberado. ¿Estás mirando atentamente? 

La Tempestad, México, septiembre-octubre de 2012

Notas sobre Julieta Campos

1. Hay un concepto, una idea que se impone en la lectura de los relatos de Julieta Campos. Es la del límite, el borde, el espacio de transición entre una condición y otra, acaso su contraria. Fabienne Bradu lo ha definido, con precisión, como el lugar que media, y aquí la cito, «entre lo sólido y lo líquido, entre lo lleno y lo vacío, entre el movimiento y la inmovilidad, entre la superficie y lo subterráneo, entre la vida y la muerte». Ahora que ciertos escritores utilizan, a la vez con entusiasmo y candor, el rentable término fronterizo –sobre todo aquellos que confunden las fronteras geográficas con las estéticas–, conviene volver a los libros de una autora exigente y rigurosa, creadora de una obra híbrida, sin fisuras, plena de recursos que componen, a través de una prosa soberana y límpida, relatos de estirpe hamletiana: narrar o no narrar, relatar o eludir la empresa. Estamos ante una obra que hace de la tensión dialéctica una fuente de potencia estética. Para evitar confusiones, recurro aquí a la iluminadora lectura que Slavoj Žižek ha hecho de Hegel: la dialéctica no como reconciliación de los opuestos sino como afirmación de la diferencia, la aceptación de la contradicción como tal. 

2. Me pregunto: ¿habré caído en alguna de las trampas que la propia Campos sembró en cada uno de sus libros? Me refiero a aquellas que desarman a los críticos carentes de ambición: cada texto de nuestra autora adelanta los argumentos del reseñista por venir. (Pienso, en medio de un discreto paréntesis, si no se halla ahí, en el reto de no repetir las tesis de la autora, la razón por la cual una obra tan ferozmente lúcida ha tenido entre nosotros tan pocos comentaristas perspicaces.) Las novelas de Campos, si es que así puede llamárseles, ofrecen la posibilidad de una historia y, al mismo tiempo, un arsenal de argumentos críticos. Son, digámoslo pronto, relatos potenciales o, para decirlo con el término de moda, metaficcionales. Pensemos en las páginas finales de Tiene los cabellos rojizos y se llama Sabina (1974): a lo que se cuenta –que no es más que la posibilidad de un desarrollo, o el comentario de su posibilidad– sigue un conjunto de reflexiones teóricas sobre la propia novela, sobre la Función de la novela (como reza el título del ensayo de Campos de 1973, acaso la contraparte del libro antes mencionado). Así, el crítico dócil recibe algunas frases-regalo que podría copiar y ampliar. Si algo resulta sorprendente en los textos de esta autora es la manera en que presenta las dos caras de la narración de manera simultánea. El relato y su comentario se tejen con una maestría pocas veces vista en la literatura de nuestra lengua. 

3. Así como los textos de Campos ponen sobre la página el concepto de límite, de frontera, de borde, dibujan una metáfora que anima una novela entera. La metáfora es la isla. La novela es El miedo de perder a Eurídice (1979). Se trata ciertamente de una metáfora relativa, si consideramos que la existencia efectiva de una isla, Cuba, definió en buena medida el imaginario que alienta el ciclo abierto con Muerte por agua (1965; rebautizada como Reunión de familia) y ampliado con Celina o los gatos (1968), además de las obras de madurez ya mencionadas. La primera frase de su relato último, La forza del destino (2004), dice categóricamente: «Empeñados, siempre, en narrar la Isla». La isla de Cuba es narrada en esta novela definitiva, acaso la historia que se nos escamoteaba en los libros que le anteceden. La Isla es la imagen de la Utopía, en un sentido a la vez literario y político. Y la Utopía, conviene recordar, no es el lugar que nunca existirá, como algunos pretenden con el uso del adjetivo utópico (incluso Marx cayó en la trampa) sino, por el contrario, el lugar que no existe porque habremos de construirlo. Para ceñirnos a lo estrictamente literario, ese lugar no es otra cosa que el texto. («Todos los textos son islas», se dice en El miedo de perder a Eurídice.) Cuando Campos habla de la Isla, habla de un deseo concreto: establecer la autonomía de la ficción. Conviene decirlo de una vez: Julieta Campos es uno de los exponentes mayores de la mejor tradición narrativa mexicana, la del relato vanguardista, que tiene como precursora la olvidada Novela como nube de Gilberto Owen y cuya última expresión es el conjunto de nouvelles de Mario Bellatin. Ahí están, entre otros, Juan Rulfo, Salvador Elizondo, Josefina Vicens, Juan Vicente Melo o el José Emilio Pacheco novelista. Me temo que, aunque no habla de autonomía de la ficción, Campos adelantó mi argumento en su Eurídice, donde escribe: «Decir que el deseo engendra el relato es decir que engendra la utopía, que es decir que engendra la Isla». No deja de ser significativo que el fraseo de nuestra autora, su ritmo inconfundible, evoque el oleaje. Como las olas, su prosa delimita un espacio. Los relatos de Campos son universos autónomos, todo ocurre dentro de ellos con suficiencia: la narración y su imposibilidad, la escritura y su crítica. Vertebrado por una coherencia sorprendente, el conjunto de sus ficciones forma un archipiélago irrepetible en el panorama de la literatura mexicana. 

4. Más que un estilo, Campos es una voz. Una voz que se fragmenta, que se multiplica, que parece atender a la identidad escindida (y por lo tanto borrosa) de su autora, cubana y mexicana a un tiempo. «Somos todas las voces. Somos un torrente», escribe en La forza del destino. Lo que podría sonar a soflama demagógica es en sus relatos un recurso de desdoblamiento permanente: sus narradores presentan distintas perspectivas o posibilidades de la historia hasta convertirse, más que en voces autónomas, en un coro multiforme. Acaso este recurso sea un modo de representar la dialéctica de lo individual y lo social y, al mismo tiempo, de negar el principio de identidad. Porque, después de todo, ¿quién narra? Es probable que Campos se haya sentido identificada con aquella célebre y portentosa página titulada “Borges y yo”. A uno le suceden las cosas para que el otro escriba. Sin embargo, nuestra autora intenta resolver la dicotomía a través de la voz fragmentada y coral: en sus libros están la Julieta Campos mujer y la Julieta Campos narradora, a quienes se suman los personajes (narradores en muchos casos) que animan sus ficciones, y que, de algún modo, son también trasuntos de su autora. ¿Quién narra, entonces, en los relatos de Campos? Todos y nadie. 

5. Félix de Azúa ha distinguido entre los narradores de historias y los artistas de la narración. Los primeros recurren a la lengua codificada, utilizan el lenguaje como un simple vehículo comunicativo para contar una historia, con personajes, intriga y representación verosímil. Los segundos no están seguros de tener algo que contar, pero saben que su compromiso es, como ha dicho Juan Goytisolo, «el de devolver a la comunidad lingüística una lengua distinta de la que ha recibido en el momento de comenzar su propia creación». Y lo asumen situando en primer término su incandescente materia prima. Sobra decir que Campos es una de nuestras mayores artistas de la narración. Aquí me permitiré, sin embargo, una posdata política. Campos encarna un ejemplo notable de escritor de izquierda, o mejor, de persona de izquierda que escribe. Su nivel de sofisticación le impidió confundir los ámbitos: realizó una obra literaria de avanzada, comprometida con las exigencias de la narrativa de su tiempo. No hay, en ninguno de sus textos, voluntad aleccionadora en el campo político, si bien es difícil disociar la utopía que sus narraciones construyen de la utopía a la que sus compromisos políticos apuntaban. Me ubico a la izquierda de sus posiciones, pero no puedo dejar de añorar el tipo de intelectual que Campos representa, congruente en su vanguardismo tanto en lo estético como en lo político. Pocas cosas me parecen más repugnantes que la llamada “izquierda moderna”, término inventado por la derecha para impulsar el nacimiento de una izquierda a modo, posmoderna. La obra y el pensamiento de Julieta Campos dibujan algo bien distinto, ajustado a la exigencia de Rimbaud: ser absolutamente modernos. 

Leído en un homenaje a Julieta Campos con motivo de su muerte, junto a Fabienne 
Bradu y Margo Glantz. Casa Refugio Citlaltépetl, México DF, octubre de 2007