martes, 22 de mayo de 2012

Volúmenes bajo la luz

Mientras prepara su proyecto de fin de carrera, poco antes de que, en Berlín, el Muro se desplome, Alex conoce a Ivona, una inmigrante polaca. Él es alemán, muniqués para más señas, y pronto se graduará como arquitecto. Ante la mujer, su primera sensación es de desagrado, pero le resultará imposible olvidarla. Unos días después de ese primer encuentro, insatisfecho con su trabajo –que un amigo ha relacionado, para su decepción, con Aldo Rossi–, Alex decide comenzar de nuevo. Su primer esquema, de voluntad purista, partía de la forma exterior: un cubo derivado de la superficie del terreno y la altura permitida por la normativa. El nuevo diseño, por el contrario, surge del interior:

Me puse en el lugar de una persona que visita un museo y desarrollé la estructura del edificio a partir de un recorrido imaginario. No fue una labor de construcción, sino un trabajo a partir de las sensaciones, y fui probando los espacios como se prueba uno la ropa. A menudo me quedaba de pie en mi estudio con los ojos cerrados y desplazaba las paredes de un lado a otro, observando la incidencia de la luz, avanzando lentamente y a tientas. […] con el tiempo fue surgiendo un sistema espacial, con pasillos y aberturas, que se asemejaba más bien a un organismo que a un edificio. Sólo después me puse a hacer el envoltorio de la edificación, el cual, en realidad, no era más que eso: un envoltorio. 

La negociación entre el espacio literario y el arquitectónico es antigua. Tiene interés, sin embargo, acercarse al modo en que la plantea Siete años (2009), del suizo Peter Stamm: en la novela, la arquitectura es la representación de un tercer ámbito, el espacio interior. Los edificios funcionan como materializaciones de deseos, de estados psíquicos, de emociones, como lo anuncia la frase de Le Corbusier que portica el libro: «Las luces y las sombras develan las formas». 

Como se dijo, Alex queda perturbado por Ivona, que lo ama incondicionalmente desde el primer momento. Pero se casará con Sonja, mujer bella aunque algo rígida, compañera de estudios llena de proyectos. Con ella formará un estudio que, al igual que su matrimonio, marchará bien durante un tiempo. Son guapos y exitosos, es decir, tienen todo lo necesario para triunfar en una sociedad como la de Múnich, donde –para usar una frase de Valéry sacada de contexto– «lo más profundo es la piel». Stamm ha reconocido que eligió la ciudad alemana por el pronunciado sentido del estilo que se percibe en ella. Las apariencias son de primera importancia. 

Le Corbusier sobrevuela la novela de diversas maneras, en el inicio como figura tutelar del trabajo de Sonja. Pero ¿por qué una burguesa le profesa tanta admiración, e incluso aspira a proyectar escuelas y viviendas sociales? Habría que recordar lo que el maestro suizo escribió en sus inicios, cuando abrazaba la estética maquinista y representaba, voluntaria o involuntariamente, los intereses de la clase dominante: «La sociedad desea violentamente algo que obtendrá o que no obtendrá. Todo reside en eso, todo depende del esfuerzo que se haga y de la atención que se conceda a estos síntomas alarmantes. / Arquitectura o revolución. / Se puede evitar la revolución» (L’Esprit Nouveau, no. 29, febrero de 1925). Una arquitectura que pretende evitar la revolución, es decir, una arquitectura reaccionaria, a pesar de su plástica radicalmente moderna. Más allá de que afinara sus ideas políticas con los años, es al primer Le Corbusier a quien Sonja venera, es decir, aquel que postula la arquitectura como amortiguador: ante la desigualdad económica, viviendas dignas que permitan al obrero sentir que su situación ha mejorado. 

Alex, un inmaduro crónico –no es casual que Ivona reciba su nombre de Yvonne, princesa de Borgoña, la obra de teatro de Gombrowicz: el escritor de la inmadurez por excelencia–, busca en cambio algo cercano a una arquitectura emocional, memoriosa, melancólica (de ahí la aparente cercanía con Rossi). En el pasaje citado al principio, el narrador de la novela describe su método, un espacio interior que se proyecta hacia el exterior. Es, en el fondo, la metáfora de una vieja fantasía pequeñoburguesa: la búsqueda de la autenticidad, la creencia de que el verdadero yo acecha detrás de la fachada, de que no somos necesariamente lo que dejamos ver. Esa ilusión lo ata a Ivona, cuya sumisión le permite poner en funcionamiento sus deseos reprimidos, fundamentalmente el de dominación. La descripción del dormitorio de la polaca, cuando se reencuentra con ella luego de años de no verla, es significativa: «Las cortinas estaban echadas, y tardé unos instantes en reconocer a Ivona en medio de aquella penumbra. Estaba sentada en una poltrona junto a la ventana. También esa habitación parecía estar atestada de cosas. El aire olía a rancio, y hacía demasiado calor». No hay, ahí, otra cosa que lo siniestro, tal como lo entendía Freud y como lo ha estudiado Anthony Vidler en la arquitectura: el redescubrimiento de algo familiar que ha sido reprimido, el incómodo reconocimiento de la presencia de una ausencia. Alex vive un permanente malestar, se siente ajeno a la vida que ha elegido. De ahí que, a pesar de tener posiciones tímidamente socialdemócratas, sus suegros sospechen de él, acusándolo de «socialista». 

En un momento de Siete años (traducida por José Aníbal Campos para Acantilado), cuando Sonja pregunta a Alex qué tiene contra Le Corbusier, éste responde: «Nada […]; sencillamente no me gusta. Sus obras tienen algo prepotente. Siempre tengo la sensación de que me quieren convertir en una persona ideal». Cuando, al final de la carrera, ambos viajan a Marsella para conocer la célebre Unidad Habitacional, la Cité Radieuse, Alex imagina una vida ordenada y tradicional, la vida que, de algún modo, tendrá: «Me estiré en el sofá e imaginé cómo sería vivir con Sonja en la Cité Radieuse. Tendríamos dos hijos, un niño y una niña; desayunaríamos juntos y llevaríamos a los niños a la guardería, y nosotros nos iríamos a nuestro estudio en el centro de la ciudad, donde trabajaríamos en proyectos de viviendas sociales. Era un enorme estudio en el centro de la ciudad, luminoso y con grandes mesas sobre las que había planos y maquetas de cartón blanco y “máquinas para vivir” por todas partes». Entre la posibilidad de ser quien cree que es, con Ivona, y la vida “ideal” corbusieriana, con Sonja, Alex elige inicialmente la segunda, pero terminará, en la tradición burguesa, formando un triángulo amoroso. Tendrá una hija con Ivona, y se la arrebatará para criarla con Sonja. Ya se sabe: en Europa sólo los inmigrantes son capaces de procrear. 

Arquitectura o revolución, daba a elegir Le Corbusier al promediar los años veinte, pero en 1931, junto a Pierre Jeanneret, participaría en el concurso para la construcción del Palacio de los Soviets. ¿Arquitectura y revolución, entonces? Lo que Stamm (Weinfelden, 1963) permite ver es el papel histórico de la disciplina: formalizar las relaciones de poder existentes. La tensión entre Le Corbusier y Rossi no es otra que la de modernismo y posmodernismo, entre la confianza plena en el progreso y la creencia de que la historia ofrece un repertorio de formas que pueden ser utilizadas en un presente perpetuo. El modernismo, a pesar de sus patologías, albergaba un potencial emancipador. El posmodernismo, incluso en su desarrollo posterior, no historicista, no se hace ilusiones: articula como puede la contradicción que implica buscar formas novedosas para ciudades degradadas por la lógica del capital.

La Tempestad, México, febrero-marzo de 2012