lunes, 20 de septiembre de 2010

La culpa, ese laberinto

Antes de ensayar una lectura de El origen (Inception, 2010), habría que preguntarse sobre las posibles heridas que El caballero de la noche (2008) dejó en su director. ¿Produjo su enorme éxito algo parecido a la incomodidad? Recordemos la dudosa premisa, cercana al ethos bushiano-cheneysiano, que anima la película de Christopher Nolan (Londres, 1970): para cumplir con su deber, el héroe –un capitalista “bueno”– ha de obrar en la oscuridad (en la mentira). Nolan, que ha dado suficientes pruebas de ser un cineasta inteligente (Amnesia, 2000), acaso percibió algo problemático en la textura del filme.

Sostenida en un guión sorprendente, El origen posibilita una multiplicidad de lecturas desde el punto de vista narrativo. En tanto cinta de la industria hollywoodense, sin embargo, un análisis de ese tipo dejaría de lado lo esencial: sus implicaciones ideológicas. Se impone otro abordaje, entonces: sus cuatro niveles –realidad, sueño, sueño dentro del sueño y limbo– pueden utilizarse para entender las motivaciones de la película, sin olvidar la preocupación central de Nolan, de Following (1998) a El origen: la imposibilidad de distinguir ilusión de realidad, la escasa fiabilidad de nuestros instrumentos de percepción (conciencia y memoria).

En una escena significativa, Cobb (un notable Leonardo DiCaprio) explica a Ariadne (Ellen Page): «Al principio no estaba mal sentirse como dioses. El problema era saber que nada de aquello era real». El plural se refiere a Cobb y Mal (Marion Cotillard), pareja que habitó, durante medio siglo, el llamado limbo (sueño dentro de sueño dentro de sueño). La frase puede colocarse en un contexto más amplio: «Ser modernos es encontrarnos en un entorno que nos promete aventuras, poder, alegría, crecimiento, transformación de nosotros y del mundo y que, al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que sabemos, todo lo que somos» (Marshall Berman, Todo lo sólido se desvanece en el aire, 1982). La posmodernidad no ha hecho más que radicalizar esa experiencia: para hacer más eficiente la evaporación, lo antes sólido (lo estamental, le llamó Marx) es ahora líquido. En la era de los capitales financieros (las palabras de Cobb son imaginables en boca de un corredor de Wall Street luego del crack bursátil de 2008) nada está a salvo: nuestras ideas pueden ser extraídas mientras dormimos.

Pero ese sistema de precariedad no puede funcionar sin un suplemento ideológico. Después de todo, ¿qué es una implantación (posible traducción de Inception) sino el objetivo de toda maquinaria ideológica? Alguien nos convence de que una idea es nuestra, cuando en realidad ha sido originada por sus futuros beneficiarios. Siguiendo una tradición de la industria, Nolan ha construido un complejo entramado –los niveles del filme funcionan como géneros cinematográficos (ciencia ficción, criminal, acción, fantasía)– para, en última instancia, mostrar a un hombre que busca refundar su familia, luego de la muerte de su esposa. Slavoj Žižek ha escrito que «en un producto típico de Hollywood, todo, del destino de los caballeros de la Mesa Redonda a asteroides impactándose en la Tierra, pasando por la Revolución de Octubre, es traspuesto en una narrativa edípica» (In Defense of Lost Causes, 2008). El pensador esloveno propone, entonces, analizar esos filmes desde la lógica de los sueños. Pero ¿y si la película se plantea como un conjunto de sueños, incluso como sueños dentro de sueños?

Nolan demuestra una conciencia sorprendente de sus procedimientos. En última instancia, ¿no es el cine una «fábrica de sueños», es decir, un soporte de la maquinaria ideológica? El origen está poblada de referencias intertextuales, plenamente señaladas por la crítica, pero jamás se postula como un pastiche. Por el contrario, opera como una obra autoconsciente: el cine es un sueño compartido, una industria de ilusiones, una herramienta indispensable de la implantación.

El británico asume, entonces, que el director de cine es un agente en el amplio sentido. Alter ego de su creador, Cobb no puede ver el rostro de sus hijos, no puede encararlos. El núcleo de El origen es la culpa. Ariadne, arquitecta que simboliza la figura del terapeuta, es un guiño a la mitología: quien ayuda a Teseo a salir del laberinto. Así, guiará a Cobb para que pueda recordar (volver a mirar) el rostro de sus hijos (en un final menos abierto de lo que parece). Nolan ha demostrado que se puede triunfar en la taquilla sin despreciar la inteligencia del espectador. Expiada la culpa, resta saber si en su próxima cinta será capaz de encararnos.

La Tempestad, México, septiembre-octubre de 2010

miércoles, 18 de agosto de 2010

La literatura como gracia

Patricio, arzobispo de Armagh, recorre los caminos de Irlanda para convertir a la fe de Cristo a los reyes de la región. No ha encontrado mayor resistencia en los monarcas paganos, y lamenta esa facilidad, pues «quisiera que un verdadero milagro ocurriera, una vez, que una vez en su vida y ante sus ojos la materia opaca se convirtiera en la Gracia». La frase aparece en “Fervor de Brigid”, el primero de los “Tres prodigios en Irlanda” de Mitologías de invierno (1997), y funciona como una metáfora exacta de lo que Pierre Michon (Cards, Francia, 1945) entiende por literatura.

«Entonces, uno escribe no sólo con el ritmo de la lengua sino con el ritmo del mundo. Como si Dios existiera y hubiera puesto su mirada sobre uno», dijo el autor francés en una entrevista reciente, refiriéndose al advenimiento de la gracia, noción teológica que opera como motor de su escritura. Michon es un ateo declarado, y es conveniente entenderla desde la perspectiva materialista, sencillamente como lo que Alain Badiou ha llamado «fidelidad al acontecimiento». Para Pablo el acontecimiento tiene un nombre único, Cristo. Para Michon es una pluralidad: Balzac, Rimbaud, Flaubert, Proust, Faulkner, Borges, Beckett… Es decir, las encarnaciones de cierta divinidad: la Literatura.

¿Convertir materia opaca (escritura) en gracia (literatura) –hacer de la voz personal una encarnación de Su voz– no es, acaso, el imperativo de cualquier artista de la narración? Digámoslo de una vez: Michon produce el «milagro» en casi todas sus aventuras verbales. He dicho casi por una sencilla razón: donde Mitologías de invierno vuelve, con un aliento cercano al que animó la maestría de Vidas minúsculas (1984) o Vida de Joseph Roulin (1988), al universo de las «pequeñas vidas olvidadas», El emperador de Occidente (1989) se extravía en la voluntad de escribir un relato de Borges con el pulso de Proust. Aclaremos algo, ahora: el volumen en el que Alfabia ha reunido este par de libros es lo mejor que puede encontrarse en una mesa de novedades, pero no es lo mejor de Michon. La presencia tutelar del autor de Ficciones es demasiado pesada.

La prosa del francés posee una ductilidad asombrosa, una plasticidad que corresponde a la diversidad de las vidas relatadas, a sus fluctuaciones, a sus cambios de ánimo, a sus instantes lo mismo epifánicos que vulgares. Los relatos del francés se inscriben en una suerte de género, la biografía especulativa, una forma de escritura que permite ver la estela dejada por el trayecto de una vida. O, si se quiere, como ilustra el apartado más logrado del libro (“Nueve pasajes del causse”, de Mitologías de invierno), el efímero paso de los hombres por el mundo: en el Macizo Central francés se suceden, a lo largo de los siglos, las presencias de un antropólogo y un espeleólogo del siglo XIX, un obispo, una santa, un escribiente (“Bertrán” es un bello relato sobre el arte de la traducción) y un monje medievales, un campesino durante la Revolución…

En su prólogo, útil a pesar de sus modos afectados, Ricardo Menéndez Salmón nos recuerda una frase al final de Rimbaud el hijo (1991): «¿Qué es lo que hace renacer sin fin a la literatura? ¿Qué es lo que hace escribir a los hombres? ¿Los demás hombres, su madres, las estrellas, o las viejas enormidades, Dios, la lengua? Las potencias lo saben. Las potencias del aire son ese vientecillo que atraviesa los follajes» (cito de la edición de Aldus). Michon no puede decirlo, nosotros sí: él es una de esas potestades que convocan la gracia, que nos vuelven fieles al acontecimiento artístico. En ese mismo libro, un poco antes, hay una frase que, escrita a propósito del poeta de Iluminaciones, describe a todo gran escritor (y el que nos ocupa lo es): «Tal vez se trataba de los sollozos de la brillantez, los de cuando por casualidad, una vez en la vida, la gracia cae en la página: los que la frase justa nos arranca cuando nos arrastra hacia adelante, los que nos quiebran cuando el ritmo justo nos empuja con furia por la espalda, y entonces, deslumbrados, en medio de todo eso, decimos la verdad, proferimos el sentido, y no se sabe cómo, pero en ese instante sabemos que en la página está la verdad, está el sentido; y usted es ese hombrecito que dice la verdad».

La Tempestad, México, marzo-abril de 2010

La vuelta hacia adelante

En mayo de 1843, Søren Kierkegaard se instaló en una habitación de hotel con vista a la Gendarmenplatz berlinesa. Dos años antes había estado ahí: presentaba su tesis doctoral y, sobre todo, intentaba reponerse de la ruptura con Regina Olsen. El motor del nuevo viaje era distinto: un leve saludo que ésta le había obsequiado semanas atrás y que lo tenía profundamente emocionado. Con su regreso a Berlín el filósofo danés no trataba de recordar ese amor, sino de reanudarlo. El fracaso de esta tentativa motivó un relato que entre nosotros ha recibido el impreciso nombre de La repetición, pero que la más reciente traducción francesa ha llamado La reprise, literalmente La reanudación.

Constantin Constantius, el
«seudónimo estético» elegido por Kierkegaard para la ocasión, escribió: «Reanudación y recuerdo son un mismo movimiento, pero en direcciones opuestas; porque lo que uno vuelve a recordar ha ocurrido: así pues, se trata de una repetición que vuelve hacia atrás; mientras que la reanudación propiamente dicha sería un recuerdo que vuelve hacia adelante». Alain Robbe-Grillet (Brest, Francia, 1922) parte de esa idea y la coloca como pórtico de una novela asombrosa, titulada nada menos que La reprise (2001). El relato, que aparece ahora en nuestra lengua como Reanudación, es en resumidas cuentas una summa robbegrilletiana: todo en él remite a alguno de sus libros y películas anteriores y, de paso, nos sumerge en una pródiga sucesión de guiños de toda índole. El personaje principal es un agente secreto, y su perfil detectivesco parece un espejo en el que debemos mirarnos: la novela exige del lector un ánimo pesquisante que le incite a rastrear las innumerables referencias intertextuales.

La trama es tan simple como difícil de referir. El francés Henri Robin, que a lo largo del texto irá cambiando de nombre —HR, Ascher, Boris Wallon, Wall, Mathias Franck...—, viaja en 1949 a una Berlín arrasada para participar en una confusa misión de la que no conoce los objetivos. Durante el trayecto se cruza con su doble, su sosias, un hombre al que llama
«el viajero» y que se le ha aparecido intermitentemente desde la infancia. La información necesaria le irá siendo proporcionada por un tal Pierre Garin, que lejos de mostrarle el mecanismo de las cosas lo atrinchera en el oscuro laberinto del sinsentido. Así, HR se hospeda nada menos que en la habitación ocupada por Kierkegaard un siglo antes. Desde ahí presencia extraños acontecimientos en la Gendarmenplatz. Todo desemboca insólitamente en una red de prostitución de adolescentes cuyos clientes persiguen la satisfacción de los deseos más extravagantes. Pero acaso lo más inquietante son los descubrimientos que HR hace de su propio pasado.

Lo sorprendente de
Reanudación no es el desarrollo de esta historia de seudoespionaje (plagada, como puede verse, de tópicos) sino, precisamente, la manera en que Robbe-Grillet utiliza el concepto kierkegaardiano para dotar a esos estereotipos de nuevas funciones dentro de su sistema narrativo. Apoyado en una prosa soberbia, concentrada en modular el ritmo hipnótico del relato, el autor francés despliega la maquinaria de la reanudación: «¿quién habla aquí, ahora? Las antiguas palabras siempre ya pronunciadas se repiten, narrando siempre la misma historia de siglo en siglo, repetida una vez más, y siempre nueva...» Pero el libro está muy lejos de proponer algún tipo de sentido o significado ajeno a su implacable lógica ficcional. Justo cuando el confundido personaje central comienza a hilvanar un informe coherente, aparece un segundo narrador que cuestiona la legitimidad de su mirada: comenta, precisa, desmiente lo previamente afirmado, incorpora anécdotas propias cada vez más largas que terminan por convertir la página en un campo de batalla, en un espacio donde se pone en juego la conquista del texto.

Reanudación es la reescritura de
Las gomas (1953), la segunda novela de Robbe-Grillet, que a su vez es la reescritura de Edipo Rey en clave policial. Los componentes de la trama lo evidencian: André Wallas, detective de la segunda, y HR, agente de la primera, investigan un crimen antes de que éste suceda (el efecto antecede a la causa: Kafka) y que aparentemente cometerán; los apellidos de las víctimas del asesinato son equivalentes —Dupont y Von Brücke significan, en francés y en alemán respectivamente, del puente—; los personajes principales se hospedan en el cuarto de la misma persona: J. K. (Jo Kast); el asesinato es cometido, absurdamente, dos veces... La lista podría extenderse: todo apunta a la aniquilación del sentido unívoco, abandonado a favor de la confusión reinante en el mundo. Por si esto fuera poco, la hija de Jo responde al nombre de Gegenecke, germanización de Antígona que aquí, apodada Gigi, reanuda un mito moderno: Lolita.

Reseñar todos los rincones de la novela sería en exceso prolijo, pero me detendré arbitrariamente, y para finalizar, en la espléndida nínfula de
Reanudación. Robbe-Grillet hace una síntesis que nos habla de su precisión conceptual: Gigi es a la vez Dolores Haze y Regina Olsen. De la heroína nabokoviana extrae los atributos; de la amada de Kierkegaard, la edad: 14 años. La astucia de la doble transposición tal vez nace de un pasaje de La repetición, donde una jovencita provoca el comentario de Constantius: «Sentí que la sangre me ardía en las venas, pues ¡qué caramba, uno es todavía joven y le privan las muchachas!» Así, el filósofo danés prefigura a Humbert Humbert y logra, en la piel de HR, la reanudación de su amor con Regina Olsen, que ahora responde al dulce apodo de Gigi. Pero cualquiera lo sabe: acceder a una nínfula implica desposar a su madre...

Con
Reanudación, el octogenario Robbe-Grillet agrega una pieza magistral a su coherente ingeniería narrativa. Es el autor más joven y lúdico de las letras francesas. Por si a alguien le quedan dudas, lo digo aquí: la suya es una de las obras fundamentales de la literatura de nuestro tiempo.

Letras Libres (ay), México, mayo de 2003

jueves, 20 de mayo de 2010

Acerca de Saer

Para Hugo Gola, una vez más.

Bienaventurados los que están en la realidad
y no confunden sus fronteras
Pichón Garay

I
Ya que debe comenzarse por alguna parte, comencemos por aquí: hasta bien entrados los años ochenta, Juan José Saer fue un escritor casi secreto. Estaba construyendo una de las obras más imponentes de la literatura contemporánea, pero muy pocos en su país, y muchos menos fuera de él, lo sabían. Algunos hechos explican parcialmente la situación: sus inicios como narrador y poeta habían tenido lugar en Santa Fe, una ciudad de la provincia argentina; se había instalado en París desde 1968, sin pasar por Buenos Aires. Debe mencionarse, sin embargo, la cuestión de fondo: Saer era dueño de una escritura ajena –y podría decirse que contraria– a las convenciones de la época y, por extensión, a las necesidades del mercado editorial. Construida en la soledad, desde el rigor, su poética se internaba, sin esquivar los aspectos más problemáticos, en «la espesa selva virgen de lo real». Mientras la mayoría miraba asombrada las luces artificiales del firmamento literario, el santafesino producía, pacientemente, con mano firme, relatos que ponen en duda la capacidad de nuestros sentidos para aprehender el mundo circundante. Luego de la muerte de Saer, se han sucedido incansablemente los
descubrimientos, las ponderaciones. Su maestría es aplaudida; su inteligencia, elogiada. Justo en este momento, con el cielo surcado por buitres, debe resaltarse un hecho fundamental: el circuito literario le escamoteó todos los premios y reconocimientos importantes. Muy pocos supieron ver –y esa capacidad los enaltece– que, agazapado en los márgenes, donde se escriben siempre las grandes obras, se hallaba uno de los autores centrales de nuestro tiempo.

II

Miro un estante con sus libros y trato de entender. Trato de entender cómo, apenas superados los veinte años de edad, un autor puede tener definida, en sus aspectos fundamentales, toda una poética. Lo cierto es que “Algo se aproxima”, el cuento que cierra En la zona (1960), es el núcleo expansivo que contiene, como la materia primigenia del Big Bang, los rasgos esenciales del proyecto saeriano. Encontramos ahí, ya, perfectamente delineados, una estética y una moral literarias. La primera es inherente a las características del texto; la segunda explica la trayectoria de su autor. ¿Qué narra ese relato? Es difícil establecerlo. Digamos que la reunión de dos parejas, el asado de un grupo de amigos en donde tiene lugar, más que un diálogo, una charla. El tiempo transcurre lentamente, con una morosidad inalterable, sustentada en la descripción minuciosa de los hechos. En realidad, nada pasa. No se hacen concesiones al lector. No obstante, un extraño suspense tiene lugar, como si el simple paso del tiempo fuera suficientemente aterrador. Ocurren los instantes, poco más. De uno u otro modo, todas éstas serán constantes de la escritura de Saer que irán afinándose, desarrollándose con lucidez libro a libro. Horacio Barco y Carlos Tomatis (que en
“Algo se aproxima” nos es presentado simplemente como «él»), los protagonistas, reaparecerán, a veces en primer plano, a veces como miembros secundarios del reparto, en buena parte de los textos que su creador escribirá en los años posteriores. Con una coherencia insólita, esos relatos irán expandiendo el núcleo original, modificando los que los preceden, estableciendo el perfil de una obra en curso que se transforma renovando constantemente su sentido. Sumado a una prosa de belleza soberana, quizás ese aspecto del proyecto de Saer es el que lo convierte en uno de los más grandes escritores de las últimas décadas: su saga –si así puede llamársele– plantea, lejos de cualquier afán totalizador, una «antropología especulativa» que indaga, con las armas de la ficción, en los inquietantes pliegues de lo real. La narración, declaró una vez, es «un modo de relación del hombre con el mundo».

III

En un pasaje de
“Algo se aproxima”, Barco declara:

En cierta medida, el mundo es el desarrollo de una conciencia. La ciudad que uno conoce, donde se ha criado, las personas que uno trata todos los días son una regresión a la objetividad y a la existencia concreta de las pretensiones de esa conciencia. Por eso me gusta América: una ciudad en medio del desierto es mucho más real que una sólida tradición. Es una especie de tradición en el espacio. Lo difícil es aprender a soportarla. Es como un cuerpo sólido e incandescente irrumpiendo de pronto en el vacío. Quema la mirada. [...] Yo escribiría la historia de una ciudad. No de un país, ni de una provincia: de una región a lo sumo.

Durante las cuatro décadas posteriores a la aparición de este cuento, Saer no hizo otra cosa que respetar programáticamente las ideas de su personaje. Como sus admirados Joyce, Faulkner u Onetti, escribió la historia de una zona, en su caso inspirada en el Litoral argentino, la ciudad de Santa Fe, las orillas del río Paraná, pero que en realidad no es otra cosa que un topos literario articulado con las reglas autónomas de la ficción. Como explica Beatriz Sarlo, su método era
«una mirada de doble foco, sobre lo narrado y sobre el espacio de lo narrado, que deja de ser un fondo contra el cual se mueve la historia para ser una materia poética tan central como la historia que se cuenta». En Discusión sobre el término zona, un breve texto incluido en La mayor (1976), Pichón Garay dice a su interlocutor: «un hombre debe ser siempre fiel a una región, a una zona». Aunque pocas obras están más alejadas que la suya del regionalismo folclorizante, Saer mantuvo esa fidelidad. Para ello creó un sistema en el que, a diferencia del de Balzac, que en La comedia humana apostó por la continuidad cronológica, se producen saltos, y a veces fugas, en los dos sentidos de la línea espacio-temporal. En el extremo de este procedimiento se elaboran, incluso, los relatos fundacionales de la región: una leyenda sobre los indios colastiné (El limonero real, 1974), una visión de la Conquista (El entenado, 1983), un panorama de la pampa santafesina en el siglo XIX (La ocasión, 1988, y Las nubes, 1997). Luego –esta palabra es completamente relativa en el universo saeriano– aparecerá el elenco de personajes cuyas vidas conforman una inmensa trama, que se teje como un tapiz del que nunca vemos más que ciertos fragmentos, pues la totalidad permanece velada, como puede leerse en libros como Responso (1964), Palo y hueso (1965), La vuelta completa (1966), Lo imborrable (1993) o La pesquisa (1994). El argentino dio vida –para usar las palabras con las que Anthony Burgess definió el Dublín joyceano– a un «lugar eterno de la mente» cuyo territorio, elegido como escenario de una aventura radical, posee los rasgos del universo.

IV
Hay una zona, un río. Hay también, habitando ese espacio, un poeta: Juan L. Ortiz. La prosa de Saer emula, como los versos de su maestro entrerriano, las fluctuaciones del torrente fluvial. Nacida de un admirable rigor conceptual, es el espejo de su imaginario. Para comprobarlo basta leer el prodigioso El río sin orillas (1991), que, mezclando la autobiografía, el ensayo y la crónica, aporta un panorama a la vez histórico, antropológico y cultural del estuario conocido como Río de la Plata. El río es un paisaje, pero también una lógica: la del elemento estable (el agua) que fluye tomando la forma de su continente (el cauce). La escritura de Saer opera del mismo modo: los aspectos relativamente invariables (los personajes, la región) funcionan en cada ejercicio de un modo distinto, desplegándose mediante estructuras y procedimientos siempre nuevos (la forma). Lo que Ortiz (en el que acaso se inspira el personaje Jorge Washington Noriega) heredó a su discípulo, sobre todo a través del extraordinario poema narrativo
Gualeguay (1954), fue la voluntad de transgredir los géneros y el convencimiento de que todo auténtico escritor crea un idioma dentro de su idioma. Le heredó también un aliento, la disposición para contemplar el mundo desde la «intemperie sin fin» de la poesía. Como los ríos, los textos saerianos reciben de sus afluentes (poesía, ensayo, narrativa) materiales diversos que, incorporados a su caudal, lejos de purificarlas (para comprobarlo basta con observar el lodoso Paraná), hacen de sus aguas un magma denso y heterogéneo que, no obstante, visto en perspectiva, conforma un todo armónico. En uno de los extraordinarios poemas de El arte de narrar (1977), Saer escribe: «Nado en un río incierto que dicen que me lleva del recuerdo a la voz.»

V
Cuando, a partir de los años sesenta, las modas literarias exigieron una vuelta a la simplicidad narrativa, al gusto por contar historias, Saer decidió caminar en sentido inverso, atendiendo a las problemáticas de la literatura de su tiempo. Paralelamente desde el ejercicio creativo y la actividad crítica –no está de más decir que los ensayos reunidos en El concepto de ficción (1997) y La narración-objeto (1999) resultan indispensables para entender las discusiones teóricas sobre la narrativa de nuestra época–, el santafesino mostró claramente su filiación vanguardista. En
Razones, un texto de 1984, expresó: «Ya no vale la pena escribir si no se hace a partir de un nuevo desierto retórico del que vayan surgiendo espejismos inéditos que impongan nuevos procedimientos, adecuados a esas visiones.» En contraste con los escritores que, como decía Pasolini, confunden a los lectores con productores, Saer erigió una poética negativa que, lejos de mimetizarse con los lenguajes normalizados, aspira a la invención de una lengua privada. En determinados momentos, al extremarse, esta entonación personal se desentiende del argumento, borra los límites entre prosa y verso y, como forma pura, emula la autonomía de la música. Libros como Unidad de lugar (1967), Cicatrices (1969), El limonero real, La mayor –que compendia algunos de los experimentos límite de la narrativa hispánica– o Nadie nada nunca (1980) ofrecen al lector una lengua dentro de la lengua. Glosa (1986), la obra maestra de Saer, el relato de la caminata de veintiún cuadras de Ángel Leto y el Matemático, condensa una estética e irradia, con sus frases intermitentes y taraceadas, la potencia de una voz: «Es, si se quiere, octubre, octubre o noviembre, del sesenta o del sesenta y uno, octubre tal vez, el catorce o el dieciséis, o el veintidós o el veintitrés tal vez, el veintitrés de octubre de mil novecientos sesenta y uno pongamos –qué más da.»

VI
En
El lugar de Saer (1984), que sigue siendo el mejor trabajo sobre el escritor argentino, María Teresa Gramuglio expone cómo, ante la crisis de la representación, su obra encarna una reflexión extrema sobre la percepción: del tiempo, del espacio, de la historia. Como Alain Robbe-Grillet (no caeré aquí en el tópico de asociar al santafesino con el nouveau roman, por más que las afinidades sean evidentes), consideraba que la narración no expresa, indaga. Lejos de intentar representar un supuesto referente objetivo, parte de la arbitraria realidad para interrogarla con las únicas herramientas de las que disponemos: conciencia y memoria, un dúo de dudosa fiabilidad. En El pliegue (1988), su libro sobre la filosofía de Leibniz, Gilles Deleuze explica que, a través de esa forma, el pensador alemán buscaba ligar, como todo el arte barroco, los dos niveles del mundo: el inteligible y el sensible. Lejos de ir de un punto a otro en línea recta, la frase de Saer produce arrugas en el tiempo, lo que le permite poner en juego el conflicto entre la realidad y su percepción. Nuestra experiencia del mundo está dictada por los medios que usamos para aprehenderlo, cuya permanente ineficacia nos infunde un sentimiento de irrealidad. La insistencia en los detalles, la descripción obsesiva de los objetos es, en Saer, un medio de superación (momentáneo) del vértigo que provoca el «espesor infinito» de las imágenes. Su escritura se pliega, reparte intensidades en la página, dilata los instantes hasta fundar en la narración un punto de vista desde el cual se organiza el caos. El limonero real es uno de los ejemplos más complejos de esa operación. Muchos de sus pasajes, auténticas puestas en abismo, explican, más que aquello a lo que se refieren, la prosa que los construye:

Las llamas suben como escalonadas, fluyendo de un modo tan continuo y regular, cuando se tranquilizan después de las explosiones, que por momentos dan la ilusión de una perfecta inmovilidad. Wenceslao mira el núcleo del fuego: es una esfera ardua, de un color cambiante, del rojo al amarillo, inestable, en el que el calor, en continuo aumento, parece superponer estratos sobre estratos de una materia imprecisa, que emite un resplandor pesado, muy lento, indefinible.
«Pliegues, y pliegues, y después otros pliegues, y más pliegues todavía», piensa el Gato en Nadie nada nunca.

VII
Saer es una poética, una prosa, pero también una política. Como Juan L. Ortiz, como Antonio Di Benedetto, otro de sus maestros en más de un sentido, eligió con claridad su posición dentro del sistema literario: el borde, ese borde que siempre termina por volverse centro. No un marginado, un marginal. Escribió de espaldas al mercado, concentrado exclusivamente en las exigencias de su estética. En un momento en que los escritores están más atentos a los réditos de su profesión que a la problemática de su arte, la moral de Saer –que es, si se mira bien, la de Flaubert– resulta, a los ojos de algunos, tristemente anacrónica. Sin embargo representa, pese a quien le pese, el reposicionamiento de la figura del escritor en la esfera del arte, alejado de la industria cultural. Su poética negativa no anhela un público: crea lectores. O, en todo caso, busca cómplices.
«Parto del principio [...] de que lo que gusta a muchos posee elementos intrínsecamente malos», dice Barco en “Algo se aproxima”. Desde esa intransigencia, desde esa posición insobornable erigió una literatura que, no obstante su implacable rigor, su profunda radicalidad, nos conmueve en lo más íntimo, porque habla de nosotros. Circunscribir, como hacen muchos, la importancia de Saer al contexto argentino, latinoamericano o hispánico no es otra cosa que minimizarlo. En la plenitud de sus alcances, su obra, conclusa ya pero perpetuamente abierta, representa una de las cimas de la narrativa contemporánea. Sus textos, siempre animados por una mirada melancólica, no intentan expresar la realidad: la crean. No capturan un sentido que en ella no existe: se lo dan. La lengua privada que los alienta es uno de los placeres más intensos que el lector exigente puede encontrar en su camino.

Publicado, con motivo de la muerte de Saer,
en Letras Libres (ay), México, noviembre de 2005

viernes, 16 de abril de 2010

Una prosa ámbar

1. Hablar, por ejemplo, de la tentación de escribir un texto casi biográfico, un relato donde los acontecimientos se desplieguen en la página y, como en un ámbar, queden apresados entre las palabras. O decir, con un gesto irónico, que se es escritor antes de haber redactado una sola línea, que se comienza a escribir con anterioridad, sin pluma, secretamente, mientras se forja el temperamento que después, cuando perdamos la inocencia, llamaremos prosa. Agregar, en todo caso, que la experiencia del mundo es informe, inasible, que la escritura, con sus pliegues, con sus ondulaciones, hace visible lo antes nublado, que la vida, con sus alegrías y tormentos, es la materia que la prosa ordena sobre la página, acaso a la manera de una trampa adherente en donde caen las moscas. (O las ratas.) Por eso, a veces, las palabras vibran. Hablar, por qué no, de la gracia o, más precisamente, de los momentos de gracia, aquellos en los que, por un azar benévolo e incomprensible, lo escrito, esa voz hecha de palabras, otorga vida a lo que ya no la tiene, restituye el soplo, para que ellos sean, otra vez. 

2. Entonces viene lo que Juan José Saer llamó «concesión pedagógica». Y, sin embargo, con Pierre Michon se tiene la sensación de estar haciendo lo correcto. Al decir, por ejemplo, que nació en el poblado de Cards, en la Creuse francesa, en 1945, cuando Europa se acercaba al fin de la Segunda Guerra. Sucede que, luego de leer Vidas minúsculas (1984), dejar de mencionar ciertas cosas, ciertas personas, es casi traicionar el espíritu de una obra que se ha cimentado, con una prosa soberana y límpida, en «la voluntad de hacer justicia a las pequeñas vidas olvidadas». La de su madre, por ejemplo, profesora abandonada por su marido cuando el hijo de ambos tenía dos años de edad y para quien, según ha declarado éste, convertido luego en escritor mayor, fue escrita la obra maestra ya mencionada, un libro que la mujer apretó contra su corazón al expirar. O la suya, la del escritor tardío, o mejor: el escritor que durante 37 años careció de obra, pues no era poseído por la gracia, a la que esperaba, frente a páginas en blanco, o toscamente emborronadas, ayudado por el alcohol y las anfetaminas, a veces de gira como parte de una compañía de teatro. El escritor que, lleno de ruido y furia, como rezan las palabras de Shakespeare que uno de sus autores amados –un rey, diría él– usó para titular un monumento narrativo, se reconcilió con sus paisanos para, un día, comenzar a contar las vidas de algunos de ellos o, mejor dicho, para a través de ellas hablar de la suya, de cómo un día la literatura se le apareció y apaciguó su odio. Ahora, Michon entrega a imprenta, con un ritmo pausado, delgadísimos volúmenes que la editorial Verdier pone a circular con tapas amarillas.
 

3. Michon es un escritor que se halla en las antípodas de, digamos, Maurice Blanchot o, entre nosotros, Salvador Elizondo, para quienes escribir es un acto casi abstracto, cosa mentale realizada de espaldas al mundo. Nuestro autor, en cambio, concibe la vida como una especie de escritura permanente. La prosa, entonces: una suerte de instrumento con el cual es posible hundirse, atendiendo a los sentidos, en el magma de la realidad, para luego reaparecer en la superficie con algunos hallazgos en el bolsillo. Apunta en Vidas minúsculas: «la teoría literaria me repetía hasta la saciedad que la escritura está ahí donde no está el mundo, pero me había dejado estafar: había perdido el mundo, y la escritura no estaba». Cuando la gracia tuvo a bien habitarlo, recuperó el mundo de la mano de la literatura. Es como si la escritura otorgara vida. Ateo no demasiado convencido, Michon cree en el Verbo.

4.
Cuando todos apuestan por la suspensión del sentido, por la literatura como vehículo para expresar nada, como una mera materialidad sintáctica, aparece, de pronto, un autor que confía. La prosa de Michon reinstaura la confianza en la palabra. Su estilo, tentado permanentemente por el clasicismo, cifra su actualidad en una especie de vértigo frente a la diversidad del mundo, al que opone frases dúctiles capaces de apresarlo todo, de descubrir, con una insuperable penetración verbal, todo aquello que hace una vida. Parece apuntar a un género específico, pero éste es transformado en una forma narrativa donde los espacios vacíos de lo factual son sorteados con los instrumentos de la ficción. Michon escribe biografías especulativas dentro de la tradición iniciada por Marcel Schwob en sus Vidas imaginarias (1896), un libro que en nuestra lengua animó volúmenes tan diversos como Historia universal de la infamia (1935), de Jorge Luis Borges, La sinagoga de los iconoclastas (1972), de J. Rodolfo Wilcock, o La literatura nazi en América (1996), de Roberto Bolaño. Así, conocemos lo mismo escenas de vida de los abuelos de Michon (en Vidas minúsculas) que de la de Joseph Roulin, el empleado de correos retratado por Van Gogh en un cuadro que ahora cuelga en una de las salas del Museo de Arte Moderno de Nueva York (Vida de Joseph Roulin, 1988); lo mismo la biografía de Rimbaud (Rimbaud el hijo, 1991) que pasajes biográficos de Piero della Francesca (Señores y sirvientes, 1990).


5.
Si, como ha escrito Slavoj Žižek, el modernismo y el posmodernismo se oponen «por medio de la tensión entre el mito y la “narración de la historia real”», Michon ha dibujado un espacio narrativo animado por una tensa ambigüedad. James Joyce y T.S. Eliot presentaban acontecimientos cotidianos para despertar, a través de ellos, las resonancias del relato mítico, con la intención de dibujar al héroe de su tiempo, el hombre común. Nuestro autor apunta a la modestia esencial de todo lo existente, representa la vida como un puñado de sensaciones e intuiciones que no logran imponerse a nuestra condición de cadáver futuro; si habla de los grandes hombres, lo hace a través del testimonio de la «gente humilde y silenciosa» que alguna vez los rodeó. Y, sin embargo, la manera en que Michon elige narrar esas biografías tiende a radicalizar sus rasgos esenciales: todos terminan convertidos en santos o emperadores. Los escritores, los grandes escritores, concretamente, son, sin más, presentados como la encarnación de una naturaleza dual:
 


Sabido es que el rey tiene dos cuerpos: un cuerpo eterno, dinástico, que el texto entroniza y consagra, y al que arbitrariamente llamamos Shakespeare, Joyce, Beckett, o Bruno, Dante, Vico, Joyce, Beckett, pero se trata del mismo cuerpo inmortal ataviado con pasajeros andrajos; y hay otro cuerpo mortal, funcional, relativo, el andrajo, que se encamina a la carroña; que se llama, y nada más se llama, Dante y lleva un gorrito que le baja hacia la nariz chata; o nada más se llama Joyce, y entonces tiene anillos y mirada miope y pasmada; o nada más se llama Shakespeare, y es un rentista bonachón y robusto con gorguera isabelina. O se llama nada más, y carcelariamente, Samuel Beckett…

En Cuerpos del rey (2002), de donde proviene la cita, las vidas elegidas son las de Beckett, Flaubert y Faulkner. Villon y Hugo. Muhamad Ibn Mangli. En Tres autores (1997) ya había narrado escenas vitales de Balzac, Cingria y Faulkner («Es el padre de cuanto he escrito»). Porque, después de todo, por más que Michon se haya reconciliado con los campesinos de su pueblo, para él la escritura es la forma más alta de vida, caracterizada, lo hemos dicho, por la aparición de la gracia. De ahí que su confianza en el Verbo se traduzca en la convicción casi borgeana de que en los grandes autores la voz personal cede el paso a otra voz, superior y despótica: la de la Literatura. El cuerpo monárquico del escritor es un mero vehículo para que Ella hable, desde el Reino de los Muertos, «algo así como el punto de vista de los ángeles».


6.
¿Importa entonces, después de lo dicho, especificar de qué tipo de textos estamos hablando? Con excepción de El origen del mundo (1995) –el relato resultante de un balzaciano y fracasado proyecto de novela–, la obra de Michon se conforma de ejercicios que, a fuerza de esquivar la definición genérica, tendrían que ser descritos sencillamente como prosas narrativas. No nouvelles, no cuentos, no ensayos, no biografías. Hablamos de un narrador, un artista que entiende que la prosa, en tanto medio expresivo, es un recurso que, como el agua de río, recoge a su paso toda clase de materiales, así como la resina encapsula insectos en el futuro ámbar. El limo de Michon se conforma de aquello que ayuda a dibujar un rostro, de ahí su fascinación por los pintores en Vida de Joseph Roulin, Señores y sirvientes o El rey del bosque (1996). ¿Por qué la prosa y no el verso? En el origen está Rimbaud, pero un autor que comienza a escribir a los 37 años no puede dejarse seducir por la incandescencia del poema: está ya de vuelta. Así, la solución queda situada en un punto de máxima tensión: entre la potencia narrativa de Balzac, la riqueza sensorial de Faulkner y el lirismo de Rimbaud. Como ha visto Ivan Farron, tales son los nombres que conforman la novela familiar de Pierre Michon.

 

7. Hacerse a un lado, entonces. Concentrar todos los recursos, preparar el escenario para que, al final, sea Ella quien hable. No es ya mi voz ni la tuya: es Su voz.

Nota

El lector en español debe saber que, salvo Vidas minúsculas (
Seix Barral), Rimbaud el hijo (Aldus), El origen del mundo (Anagrama), Abades (2002; Alfabia) y Los once (2009; Anagrama), el resto de los textos de Michon traducidos a nuestra lengua ha sido reunido en tres volúmenes: Vida de Joseph Roulin, Señores y sirvientes y El rey del bosque están contenidos en un libro con el título del segundo relato (Anagrama); Cuerpos del rey (Anagrama) compila, además de la obra con ese nombre, Tres autores; El emperador de Occidente (1989) y Mitologías de invierno (1997) comparten una misma edición, con ambos títulos en la portada. Queda por verterse al castellano el libro de entrevistas Le Roi vient quand il veut. Propos sur la littérature (2007).

La Tempestad, México, julio-agosto de 2007. La nota final ha sido actualizada

lunes, 29 de marzo de 2010

Por qué Evo Morales se equivoca con Avatar

Luego de asistir a una sala de cine por tercera vez en su vida, Evo Morales declaró que Avatar es «una profunda muestra de la resistencia al capitalismo y la lucha por la defensa de la naturaleza». Como tantos otros espectadores a los que ha conmovido la eficaz mixtura que ofrece el filme de James Cameron, Morales ha asumido el mensaje explícito del relato, pero no la ideología que lo sustenta. ¿Es Avatar una crítica al capitalismo imperialista y el militarismo estadounidenses?

El mejor análisis de las posiciones de la cinta puede leerse en un texto de Slavoj Žižek anterior a su creación: “El multiculturalismo o la lógica cultural del capitalismo multinacional” (New Left Review, septiembre-octubre de 1997), que en español circula con un título tramposo: En defensa de la intolerancia. En ese potente ensayo, el pensador esloveno escribe, siguiendo a Étienne Balibar: «Cualquier universalidad que pretenda ser hegemónica debe incorporar al menos dos componentes específicos: el contenido popular “auténtico” y la “deformación” que del mismo producen las relaciones de dominación y explotación». Lo primero es fácil de identificar en Avatar: se trata del anhelo de una comunidad verdadera, en relación armónica con el entorno. El problema, sin embargo, es el modo en que la película de Cameron deforma ese contenido: propone una huída de lo real a través de las tecnologías de lo virtual. Avatar no plantea un retorno a lo natural, pues la “naturaleza” que expone no es otra cosa que el ciberespacio (piénsese en la ausencia casi total de sangre), territorio del «capitalismo sin fricciones» (Bill Gates dixit). El filme nos dice que la reconstrucción de la vida comunitaria es posible, siempre y cuando ésta tenga lugar en la realidad virtual: fuera de ella resignémonos a la invalidez (lo sabe Jake Sully, el héroe del relato) y al vicio (la doctora interpretada por Sigourney Weaver fuma sin parar, salvo cuando se enchufa a su cuerpo Na’vi). Avatar expresa la realidad de lo virtual (Gilles Deleuze). Su multiculturalismo en colores pastel participa de un proyecto: la despolitización de la economía.


Evo Morales tendría que ser capaz de distinguir semejantes trampas discursivas, no perder de vista que la fetichización de la otredad (en la línea de Emmanuel Lévinas) atenta contra la articulación de la mismidad (el centro de toda política emancipatoria). El mundo new age de Pandora, con su Mesías venido de afuera –de las entrañas del Imperio–, con sus efectos tridimensionales y su narrativa rutinaria, no es el de la armonía (imaginaria) perdida, sino el de la renuncia a transformar las cosas aquí y ahora.

La Tempestad, México, marzo-abril de 2010

El cuerpo como texto

…mi cuerpo es y no es mío.
Judith Butler


Una suerte de transparencia, al principio. Prosa despojada, campo semántico limitado. Se nos ofrece, aparentemente, la posibilidad de una lectura sin fricciones. Algo emerge desde el fondo, sin embargo. Aparecen grietas, intersticios que atentan contra la tersura. En el texto surgen vacíos, horadaciones. Como en un cuerpo. Los libros de Mario Bellatin (México DF, 1960) funcionan de ese modo. Porque allí donde el texto se abre, donde parpadea, opera la seducción.

En un pasaje de Perros héroes (2003) se habla, por primera vez, del mito de origen: el niño escritor que compone «un libro sobre perros de vidas heroicas». En Underwood portátil. Modelo 1915 (2005) sabremos que ese niño no es otro que el autor: «Quizá todo comenzó cuando tenía diez años. De buenas a primeras se me ocurrió hacer un libro de perros». Inexplicablemente, el proyecto causó un enorme recelo en su familia. En sus reelaboraciones autobiográficas (al mismo tiempo autoficcionales) Bellatin ha dado a esa experiencia un valor determinante: aquel rechazo inaugural constituye el motor de su escritura. Los textos se postulan, de ese modo, como órganos de un cuerpo que se afirma: «Cada uno de los libros es un aspecto de un libro que vengo redactando desde que era niño, basado en la forma de aquellos catecismos de tapas duras y blancas que llevaban un crisantemo atrapado entre sus páginas. El primero tomó forma a los diez años de edad. Trataba de los perros que conocía. De mi visión de ellos. Creo que ahora sigo en la búsqueda de algo similar. De establecer una cierta mirada de las cosas» (Condición de las flores, 2008).


La irrupción de la dimensión autobiográfica –ya presente, y de manera no tan velada, antes de Perros héroes– en la narrativa de Bellatin habla de la voluntad de construirse un cuerpo en el texto. Hay, en esa estrategia, un resorte: el goce. Es inevitable enfrentarse, aquí, a El placer del texto (1973) de Barthes. Si el texto de placer pertenece al terreno de la cultura, apela a la tradición y nos conforta, nos atempera (para decirlo con Lacan), el texto de goce produce grietas en los fundamentos históricos, pone en crisis nuestras certidumbres. Así, quien «mantiene los dos textos en su campo […] goza simultáneamente de la consistencia de su yo (es su placer) y de la búsqueda de su pérdida (es su goce). Es un sujeto dos veces escindido, dos veces perverso». Esto queda claro en El Gran Vidrio (2007), el libro más poderoso del último Bellatin.


¿Un goce perverso, entonces? Piénsese en un detalle. La cuarta de forros describe: «El Gran Vidrio es una fiesta que se realiza anualmente en las ruinas de los edificios destruidos en la ciudad de México, donde viven cientos de familias organizadas en brigadas que impiden su desalojo. El hecho de habitar entre los resquicios dejados por las estructuras quebradas representa un símbolo mayor de invisibilidad social». Ninguno de los tres relatos del volumen alude a ese ritual postapocalíptico de nombre duchampiano. Acaso las ruinas (es su goce) son las del relato tradicional, abatido luego de un siglo sísmico, pero en esos «resquicios» habita una caterva de cuerpos en su mayoría desarticulados, mutilados, deformes, como es costumbre en Bellatin. En medio de la devastación, no obstante, aún es posible escribir (es su placer). Como un vestido que se abre para dejar ver un pedazo de piel, el autor (o su alter ego, el personaje que también lleva por nombre Mario Bellatin) se asoma en los narradores de estas Tres autobiografías, que abordan su pretendido género con absoluto desdén. El hecho fundante reaparece en “Un personaje en apariencia moderno”, protagonizado por una creatura cuya principal característica es «mentir todo el tiempo»: «En realidad me interesa escribir libros. Hacerlos, inventarlos, redactarlos. Sé que apenas puedo escribir mi nombre, pero, casi nadie lo sabe, tengo hecho un volumen sobre perros».
Los relatos de El Gran Vidrio –como antes La jornada de la mona y el paciente (2006) y después Los fantasmas del masajista (2008), Las dos Fridas (2009) y Biografía ilustrada de Mishima (2009)– hacen eco, en su construcción, de La novia desnudada por sus solteros, incluso (1915-23), el célebre Gran vidrio de Duchamp. Para Bellatin la escritura es un continuo –«Escribir para seguir escribiendo»–, una expansión del cuerpo textual. O, para usar las palabras del artista francés, una «materialización inconclusa». Algunos relatos (Demerol sin fecha de caducidad, 2008) son estaciones de paso, tejidos en busca de órgano; otros (El Gran Vidrio) funcionan como entidades semiautónomas, verdaderas narraciones-objeto.

Calvin Tomkins ha escrito sobre el Gran vidrio de Duchamp: «De lo que se trata aquí es del deseo sexual o, para ser más exactos, de la maquinaria de ese deseo sexual». En la parte superior, una suerte de nube perforada representa «el halo de la novia», su desnudamiento, su deseo. El panel inferior, por su parte, es el dominio de los solteros, organizados por una máquina libidinal. Los relatos autoficcionales de Bellatin colocan frente a los ojos del lector cristales que apelan a una falsa transparencia de sentido. Entre el fondo y nosotros se hallan, sobre la superficie, ciertos dispositivos (textuales). El escritor toma el papel de la novia evanescente, que activa la libido de los lectores-solteros. Se sabe que el perverso identifica su goce con el goce del otro.


La grandeza de El Gran Vidrio se halla en su perfección compositiva y la desestabilización que sus piezas producen, pero también en el postulado que lo anima: hay más verdad en la ficción que en la supuesta objetividad autobiográfica. La autoficción es entonces el espacio por el que se accede realmente al autor: un hijo cuyos enormes testículos son exhibidos por la madre en baños públicos, a cambio de diversos regalos (“Mi piel, luminosa”, adelantado en un fragmento de La escuela del dolor humano de Sechuán, 2001); un escritor sin brazo que narra su relación con la sheika de la comunidad sufí a la que pertenece (“La verdadera enfermedad de la sheika”); una muchacha de testimonios oscilantes que, en realidad, es Mario Bellatin (“Un personaje en apariencia moderno”). En este último relato, con una sinceridad que debe asumirse con reservas, el/la narrador/a resignifica la colección de textos: «¿Qué hay de verdad y qué de mentira en cada una de las tres autobiografías? Saberlo carece totalmente de importancia. […] Cambiar de tradición, de nombre, de historia, de nacionalidad, de religión, son una suerte de constantes. […] Pero no para crear nuevas instituciones a las cuales adscribirme. Sencillamente para dejar que el texto se manifieste en cualquiera de sus posibilidades».


Alain Badiou ha escrito en Filosofía del presente (2004) que «los productos posmodernos, ligados a la idea del valor expresivo del cuerpo, y para los cuales la postura y el gesto se imponen sobre la consistencia, son la forma material de un puro y simple retorno al romanticismo». Y sin embargo llama a defender «la totalidad de la producción artística contemporánea contra los actuales ataques reaccionarios». Después de todo Bellatin, romántico oscuro, humorista impiadoso, pasó de escribir simulacros a enfrentarnos, en la última década, a un hecho: todo lector es, a su manera, un perverso.

La Tempestad, México, marzo-abril de 2010

miércoles, 24 de marzo de 2010

Historia de un idiota

¿Qué decir de una literatura que, en el siglo XIX, expresó como ninguna otra el drama del hombre moderno? Una apretada lista de apellidos es suficiente para establecer las dimensiones de aquella aventura: Pushkin, Lérmontov, Turguéniev, Dostoievski, Tolstói, Chéjov, Gógol –el maestro del autor que aquí nos ocupa. ¿Y el siglo XX? Sin distinguir entre aquellos que se exiliaron a causa de la Revolución, los que la abrazaron o quienes fueron aniquilados por su perversa negación estalinista, citemos al menos a Mandelstam, Tsvietáieva, Pasternak, Ajmátova, Platónov, Bulgákov, Jarms, Bábel. Luego de 1945, el conocimiento de la literatura rusa ha ido debilitándose en Occidente, salvo en los casos de autores inscritos en el campo de la disidencia, especialmente Solzhenitsyn, que podría ser considerado el mayor representante del realismo socialista, escuela a la que se oponía en lo ideológico pero a la que, como demuestran sus libros, daba secreta continuidad en lo estético.

Así, la literatura rusa contemporánea es para los lectores en español una gran desconocida. Poco sabemos de lo que se escribió adentro en el período soviético, más allá de las novelas oficiales que circularon entre los socialistas del mundo o de excepciones como Vida y destino de Grossman. De ahí que algunas ediciones recientes inviten al entusiasmo, sobre todo en el caso de un escritor como Mijaíl Kuráyev (San Petersburgo, 1939), guionista cinematográfico que en 1987 saltó al campo literario. La aparición de Petia camino al reino de los cielos (publicada originalmente en 1990) permite apreciar la potencia estética de una voz que sabe convertir las peripecias de la historia en acontecimientos de lectura.

Petia camino al reino de los cielos es, ni más ni menos, la historia de un idiota. Un idiota que, a finales de los cuarenta y principios de los cincuenta –es decir, en los estertores del estalinismo–, pretende colaborar en el establecimiento del orden haciéndose pasar por agente de tráfico. Desde el principio el narrador –que rompe la linealidad con sucesivos saltos espaciotemporales– establece una distancia irónica, encarnada en una prosa de sorprendente riqueza sensorial que, si en un inicio recuerda a Thomas Bernhard, pronto adquiere un ritmo propio, expresivo a fuerza de precisión. Sabemos, ya en las primeras líneas, que Petia morirá. Lo hará de un modo absurdo, poco después del Gran Líder. ¿Qué quiere decirnos Kuráyev? Difícil saberlo. El trasfondo es el universo concentracionario del Gulag, cuyos presos sirven de mano de obra esclava para la construcción de una planta hidroeléctrica secreta en Siberia. Como en Ronda nocturna, de 1988, el escritor ruso narra, oblicuamente, ajeno a cualquier tentación épica, pasajes de la historia moderna de su país donde el poder adquirió formas tentaculares. Y lo hace liberado de rutinas, intercalando digresiones brillantes que nos distancian de los hechos. Escrita en los albores del colapso de la Unión Soviética, Petia camino al reino de los cielos sorprende por su equidistancia ideológica y su ambigüedad alegórica. No son pocos los momentos del texto en los que Kuráyev nos convence de su grandeza.

Texto inédito, escrito en agosto de 2008 para el suplemento Donceles 66, nunca nacido

viernes, 12 de febrero de 2010

Apuntes sobre Thomas Bernhard

En el origen hay una helada. No se trata del gélido febrero de 1931, cuando nace nuestro autor. Tampoco del invierno de 1949, en el sanatorio de Grafenhof, cuando, mientras se recupera de la tuberculosis, observa la montaña de Heukareck día tras día, hasta que el tedio lo orilla a escribir. “Las tempestades llegan súbitamente, y de nada sirve gritar, porque nadie oye”, dice Strauch en Helada (1963). Así, súbitamente, llegan para Thomas Bernhard la muerte del abuelo y, meses después, la de la madre. El padre era ya, desde siempre, una ausencia. Invierno perenne en el corazón. Lo dice el príncipe Saurau en Trastorno (1967): “El frío está dentro de mí, de modo que da igual adónde vaya, el frío entra en mí conmigo. Me congelo de dentro a afuera”. Pero a esa helada la acompaña la claridad. O, cuando menos, la ilusión de claridad. “De repente surge el horror como una tormenta”, escribió Fitzgerald. La perspectiva de ese horror, el de la existencia, es para Bernhard, como para Cioran, síntoma de lucidez. Al recibir un premio por Helada, en 1965, declara: “El frío aumenta con la claridad. En adelante reinarán esta claridad más alta y un frío mucho más hostil del que podamos imaginar”. La prosa es, en el origen, concisa y seca. Helada, como la tormenta en la que se pierde, para siempre, el pintor Strauch. Pero el lenguaje pronto comenzará a girar sobre sí. La fricción producirá calor. En Bernhard habrá, a pesar suyo, un deshielo.

*

Palma de Mallorca, 1981. Bernhard conversa con Krista Fleischmann, frente a las cámaras de la televisión austriaca. De repente, solicita que se detenga la grabación. Pide que se eviten las caminatas, el movimiento, mientras haya diálogo. Alega que abomina ese tipo de tomas. La periodista anota: “No sabré la verdadera razón hasta mucho más tarde. Thomas Bernhard no quiere que se vea que le falta el aliento”. Los padecimientos pulmonares lo acompañaron, lo habitaron, prácticamente toda la vida. El aliento (1978), tercera parte de la pentalogía autobiográfica, tiene como subtítulo Una decisión. La primera enfermedad de Bernhard, una pleuresía húmeda, lo pone, en 1948, al borde de la muerte. Recibe la extremaunción, pero ya entonces decide ir en la dirección opuesta: “Quería vivir, y todo lo demás no significaba nada. Vivir y vivir mi vida, como quisiera y tanto tiempo como quisiera”. A pesar de todo, voluntad de existir. ¿Cómo no ver en la falta de aliento la motivación de una escritura incansable, que se lee como una poderosa exhalación? Luego de inicios poéticos escasamente logrados, Bernhard se encuentra en un medio, que, a decir suyo, se le resiste: “Y desde el momento en que me di cuenta de ello y lo supe, me juré escribir sólo prosa” (“Tres días”, 1970). Elige la prosa como elige vivir. De ahí que su estilo posea una fuerza arrasadora. Un apunte personal: cuando leí a Bernhard por primera vez tuve la sensación de estar ante una materia viva.

*

En el fondo, Bernhard cree en la imposibilidad de la escritura. No sólo porque duda de las capacidades comunicativas del lenguaje, sino porque, cuando niño, observa a su abuelo, el escritor Johannes Freumbichler, fracasar, una y otra vez. El amado padre de su madre es un maestro singular, pero también un déspota que lo sacrifica todo, su familia incluida, por su obra. Aunque compone libros con algún talento, nunca se convertirá en un autor mayor. La sombra de Freumbichler es perceptible en diversos personajes de Bernhard, obsedidos por ambiciosos proyectos que, antes de realizarse, conducen a la locura o la muerte. En Helada, Strauch piensa regularmente en la pintura, un arte al que no volverá. La calera (1970), momento de condensación del estilo bernhardiano, nos habla de Konrad, que tiene en la cabeza un “tratado sobre el oído” que le resultará imposible traducir a palabras. Las reflexiones de Roithamer en Corrección (1975), esa obra maestra, son elocuentes:

Para poder repensar una cosa hay que adoptar la mayor distancia posible de esa cosa, o sea, la posición más alejada posible de esa cosa. Primero, la aproximación al objeto como idea, luego, la posición más alejada posible del objeto al que primero, como objeto, nos hemos acercado, para poder juzgarlo y repensarlo, lo que, como consecuencia, significa la disolución del objeto. El repensar consecuentemente un objeto, cualquiera que sea, significa la disolución de ese objeto…

En Los comebarato (1980), Koller piensa en la obra de su vida, de la que sólo llegará a establecer el título, Fisonomía. En Hormigón (1983), Rudolf pretende redactar un estudio definitivo sobre Félix Mendelssohn. La lista no es exhaustiva, pero podría añadirse al tío Georg de Extinción (1986), autor de un desaparecido manuscrito sobre Wolfsegg que Murau, alter ego de Bernhard, se plantea reescribir. “Mi abuelo, el escritor, había muerto, ahora tenía que escribir yo”, leemos en El frío (1981), cuarto volumen de la autobiografía. ¿Puede hablarse de impedimentos en un autor que dio a imprenta más de cincuenta volúmenes? Pensemos en la frase de Bernhard, que va ampliándose a través de subordinadas, trazando meandros que desvían el curso del relato, a veces durante páginas enteras. La frase de Bernhard, siempre escandida, dilatando la llegada del punto como si demostrara, así, la tesis de Zenón de Elea, que el movimiento es imposible.

*

Escribir para ser. Para hacerse uno mismo. En más de un sentido, tal es el motor de la obra de Bernhard. Pueden inferirse, entonces, las razones de su abandono del verso (que no de la poesía). Como poeta, no era más que un seguidor menor de Trakl; Bajo el hierro de la luna (1958) es la prueba definitiva. Algunos de los textos ahí incluidos poseen cierta altura, pero no encontramos, en ninguna parte, a Bernhard. En Mallorca, a Fleischmann: “siempre he querido ser sólo yo mismo y siempre he escrito sólo como yo mismo pensaba”. Una obsesión de la que da cuenta el ciclo autobiográfico: “No había querido en absoluto volverme nada y naturalmente nunca volverme una profesión en persona, nunca he querido más que volverme yo mismo”. El sentido del ser es, entonces, afirmarse. Lo contrario conduce a la desintegración: “Wertheimer no era capaz de verse a sí mismo como alguien único, como todo el mundo puede y tiene que permitirse, si no quiere desesperar, sea quien sea, es alguien único, me digo a mí mismo una y otra vez, y eso me salva” (El malogrado, 1983). Es lógica, entonces, cierta afinidad electiva: “Me estudio a mí mismo más que a todo lo demás, ésa es mi metafísica, ésa es mi física, yo mismo soy el rey de la materia que trato, y no tengo que dar cuentas a nadie, así decía Montaigne” (El origen, 1975). El medio, el instrumento para estudiarse es la prosa. La obra de Bernhard hace de la construcción del yo un triunfo estético. Pero ese yo se define por oposición. ¿A qué? A la Naturaleza, ente aniquilador, como se expresa paradigmáticamente en los monólogos de Strauch y Saurau, en Helada y Trastorno. La Naturaleza es biología y, por extensión, enfermedad. En esto Bernhard –no es casual su admiración por Novalis– es cercano al romanticismo: cosifica el entorno, destierra al hombre –“Toda la Humanidad vive y desde hace muchísimo tiempo en el exilio” (Ungenach, 1968). No concibe el yo en coexistencia con el ambiente, sino resguardándose del exterminio que, según piensa, éste le depara: “escucha, / en el viento flotan / miedos” (Bajo el hierro de la luna). De ahí que sea necesario percibir la ironía implícita de un adverbio que Bernhard utiliza con profusión: uno lee naturalmente y no puede evitar la sonrisa.

*

“¿Es una comedia? ¿Es una tragedia?” El título de este relato de Bernhard, incluido en El carpintero y otros relatos (1967), adelanta las preguntas que el lector, en algún momento, se hará. Porque el austriaco era, como escribió Sebald, un practicante consumado de la sátira. Hoy es común señalar el humor de Bernhard, pero en su momento nadie creía tener derecho a reír con un libro como Helada. Cualquiera que se ha asomado a El imitador de voces (1978), sin embargo, sabe que la función de esos relatos es detonar carcajadas fúnebres, risotadas de condenados a muerte. Las conversaciones con Fleischmann, reunidas en Thomas Bernhard. Un encuentro (1991), presentan, incluso, a un comediante. Es cierto que al austriaco le falta el aliento, pero por momentos parece olvidarlo, hasta alcanzar una hilaridad incompatible con el escritor negativo que la prensa ha difundido: “me gustaría ser un auténtico Papa, el verdadero Papa. En realidad nunca ha habido un Papa Tomás, ¿no? Pues conservaría mi nombre. Tomás I”. Después de todo, ¿no es el monólogo del príncipe Saurau, en Trastorno, una siniestra broma de 130 páginas? En Bernhard hay una conciencia de lo cómico no demasiado sofisticada, resumida por él mismo en la conversación de Mallorca: “El material jocoso siempre está ahí cuando hace falta, donde hay un defecto, alguna deformidad física o mental”. Pero nada es sencillo en este programa, definido por su autor como cómico-filosófico. Comedia y tragedia no se resuelven dialécticamente a través del género tragicómico: coexisten sin mezclarse. Se trata de una cuestión de perspectiva; los mismos pasajes pueden ser terribles o risibles, según se lea. O se vea: ahí están, en escena, los 14 inválidos de Una fiesta para Boris (1970). Tal vez la cuestión se resuelve en unos versos de Beckett: “de frente / lo horrible / hasta hacerlo risible”. Como declaró Bernhard alguna vez, “Lo divertido es bailar en la cuerda floja”. Al final de “¿Es una comedia? ¿Es una tragedia?”, un hombre dice: “El mundo entero no es más que una jurisprudencia. El mundo entero es un presidio. Y esta noche, se lo digo yo, en el teatro de ahí enfrente, me crea o no, se representa una comedia. Realmente una comedia”. O una tragedia, naturalmente.

*

Un pasaje de Deleuze, extraído de Diferencia y repetición (1968), explica, sin proponérselo, la prosa de Bernhard: “tomada en un solo sentido, [una palabra] ejerce sobre sus palabras vecinas una fuerza atractiva, les comunica una prodigiosa gravitación, hasta que una de las palabras contiguas toma el relevo y se convierte a su vez en centro de repetición”. Si la corrección estilística es también corrección política, es decir, sumisión al poder del Estado, la prosa, vuelta poesía, deberá convulsionarse, desobedecer todas las normas. Así, tendremos, sobre la página, un párrafo interminable, una espiral que imanta las palabras; en contraste, sobre el escenario, el lenguaje se hará jirones en boca de los actores. El habla cotidiana, su timorata cortesía, su ridiculez consensual, es puesta en evidencia: a fuerza de repetirlas, de martillarlas en la frase, palabras y muletillas son desprovistas de sentido. La prosa de Bernhard se opone a “la feliz Austria”, al consenso que da vida a la Segunda República austriaca, conciliada por decreto (del bando ganador). Como ha escrito Dieter Hornig, Bernhard “hace girar la lengua sobre sí misma para hacerse catapultar hacia otro lugar”. La tantas veces mentada musicalidad de esta escritura no es, sin embargo, mero artificio. En sus pliegues, en sus incesantes modulaciones, abre espacios a los que sólo puede llegar el lenguaje, que, liberado de su función anestésica, hace de la repetición una forma de herejía enfrentada a todas las posiciones políticas. Digámoslo de una vez: si Thomas Bernhard (1931-1989) sigue escandalizando no es porque impreque, con toda la ferocidad de la que era capaz, la Patria, la Iglesia, el Estado. No es porque nos diga lo que ya sabemos, que el consenso democrático es la máscara debajo de la cual sigue su curso un proyecto aniquilador. No: Bernhard indigna porque hizo de esa crítica una estética, porque en sus manos el lenguaje es una materia viva que toma siempre la dirección opuesta y construye una sublime invectiva contra las formas de lo oficial. Que eso sea llamado pesimismo tiene que ver más con la pereza de ciertos críticos que con una lectura atenta. Porque, más allá del papel que le gustaba representar, el escritor austriaco se sabía expuesto. Cuando André Müller le preguntó, a finales de los setenta, “¿Y si encontrara mañana el gran amor?”, Bernhard sencillamente respondió: “No podría impedirlo”.

El Poeta y su Trabajo, México, invierno de 2009